Retratos de fortaleza: siete mujeres extraordinarias
Estas son fotografías de mujeres sacadas por mujeres. En honor al Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, he pedido a siete fotógrafas de National Geographic que compartiesen una de sus fotografías que revelase la experiencia de una mujer. En un mundo donde la igualdad de género es todavía difícil de alcanzar, estas fotografías cuentan historias de esperanza, valor, dificultades y supervivencia. Quiero dar gracias a las increíbles fotógrafas por su visión y su dedicación a la hora de compartir historias de experiencias vividas por mujeres de todo el mundo.
Philomene era una estudiante en una pequeña ciudad llamada Beauchamps, en el yermo noroeste de Haití, donde nada crece salvo los cortos mezquites. Es una de las mayores áreas de producción de carbón vegetal, y la aplastante deforestación crea un paisaje empobrecido que afecta a las personas. Fotografié a Philomene en 1988. Ahora es una mujer adulta. En esta fotografía suya veo el gran espíritu y la fuerza de los haitianos. En el rostro de Philomene brilla su orgullo por la singular historia de su país como la primera república negra del mundo nacida tras una revuelta de esclavos exitosa. Le encantaba ir a la escuela y estaba decidida a aprender. Me encantó su vestido, su pelo y el halo de posibilidades que la rodeaba.
Las mujeres haitianas son las que hacen que Haití funcione. Todas ellas son el pegamento de esta diminuta nación, las vendedoras de verduras, carbón o ropa usada en el mercado, las de la clase media y las mujeres más ricas, jefas de sus propios negocios o que trabajan como profesoras o políticas. Cuando una vendedora va por la calle con una cesta enorme o un cubo de agua sobre la cabeza, camina como una reina. Vi esa misma actitud en Philomene, una reina en ciernes.
La esperanza futura de Haití son los niños. Una vida de miseria los hunde o los hace más fuertes, y en el caso de Philomene, la hizo más fuerte. Mantuvo la cabeza alta pese a ser pobre. Al menos sabía leer, escribir y sumar. Cuando enseño mi trabajo sobre Haití, siempre acabo con Philomene porque su rostro representa la esperanza y los sueños de toda una nación. Y de las mujeres de todo el mundo.—Maggie Steber
Entre el miedo y el dolor suele haber lágrimas. He visto charcos enteros de lágrimas. Normalmente dejo la cámara a un lado. Me siento como si me estuviera entrometiendo en un momento muy privado e íntimo. Safeya Sayed Shedeed es una madre egipcia a cuyo hijo mató la policía el 28 de enero de 2011, un día que los egipcios llaman el «Viernes de la Ira». Finalmente, tres días después del comienzo de las protestas, derrocaron a Hosni Mubarak. Safeya estaba sentada sobre el ardiente asfalto en verano, vestida de negro de los pies a la cabeza, una costumbre en Egipto cuando alguien está de luto. En ocasiones el negro nunca se remplaza por otro color, una señal de que el corazón todavía siente un intenso dolor aunque el alma trate de recuperarse. «Quiero vengar a mi hijo», me contó. «¿Quién le devolverá sus derechos?». Safeya formaba parte de un grupo de mujeres que habían perdido a seres queridos durante las violentas protestas.
Fotografiar el caos en Egipto fue una experiencia muy intensa para mí, como mujer egipcia. Vi a hombres adultos sollozando como niños y a ancianas gritando a pleno pulmón como guerreras. También conocí a mujeres como Safeya, cuyas lágrimas se han infiltrado profundamente en el suelo. A menudo vuelvo a esta fotografía. Pienso en su expresión, que siempre me pareció entre pacífica y triste. Me pregunto cómo puede demostrar esa fuerza. Conocí a otras madres cuyos hijos murieron en la revolución. Una de ellas me contó que suele salir a la calle a buscar a su hijo entre sus amigos. Otra me dijo que a veces empieza a conversar con su hijo mientras está cocinando en la cocina o sentada en la sala de estar. Me pregunto si a Safeya también le pasa todo esto. ¿Todavía vestirá de negro? Me pregunto qué deparará el futuro de Egipto a las cientos, si no miles, de personas como Safeya cuyas vidas cambiaron para siempre durante la lucha para conseguir dignidad y respeto para todos. —Laura El-Tantawy
Conocí a Cynthia Santana y a su hija de cuatro meses, Vivian, en una fría mañana en el barrio de Spring, a las afueras de Houston. Estaba caminando junto a una hilera de coches que esperaban en el aparcamiento de una iglesia a que abriera el banco de alimentos, dirigido por voluntarios. Me acerqué las ventanillas, preguntando a cada conductor si podía acompañarlos hasta sus casas para fotografiarlos. Mi misión era pintar una imagen actual de la inseguridad alimenticia en un barrio estadounidense para un reportaje de la revista National Geographic acerca del hambre en Estados Unidos.
Cynthia y su familia fueron lo bastante valientes para acceder. Una vez en su casa, me contó lo difícil que había sido su embarazo. «Lo único que tenía para comer durante el embarazo eran cereales. Cereales, cereales, cereales. No había nada más en casa». Conocer a Cynthia y a su familia y ver de cerca la desigualdad extrema entre los que más tienen y los que menos tienen en un gran barrio residencial de Houston fue preocupante. Cynthia llevó a término su embarazo con calorías vacías. ¿Por qué? ¿Es su salud y la de su hija menos importante que la de cualquier otra madre? Para mí, que todavía exista inseguridad alimentaria en una nación próspera como Estados Unidos refleja una sociedad que opta por poner ciertas vidas por encima de otras. En este Día Internacional de la Mujer, luchemos por que todas las vidas se valoren igualmente.—Kitra Cahana
En agosto de 1998 estaba en Ciudad Juárez fotografiando para un reportaje sobre las mujeres y niñas que han desaparecido y han sido asesinadas, algo que ahora se suele denominar feminicidio. Una chica que trabajaba en una maquiladora en una zona libre de aranceles esperaba el autobús cuando la secuestraron. Yo solía ir a aquella estación de autobuses para ver qué podía averiguar, y una noche me encontré con esta chica. Tenía 16 años y ganaba 40 euros a la semana trabajando en el turno de noche en una maquiladora a las afueras de la ciudad. Estaba esperando sola al autobús que la llevaría hasta allí. No me dijo su nombre, pero me dejó acercarme a ella y sacarle esta foto, mientras se perdía en sus pensamientos.
Estaba en un lugar público. Sin duda un hombre fotógrafo podría haberle sacado una foto. Pero como era una mujer, creo que se sintió segura conmigo, lo bastante para seguir cavilando y permitirme ver por un momento sus obstáculos y sus sueños sin darme la espalda.—Nina Berman
En la última década he fotografiado la guerra y sus consecuencias. Pero nunca había visto el derramamiento de sangre y la muerte que encontré en los hospitales maternoinfantiles de Afganistán. Me quedé asombrada con la lucha de unas cuantas mujeres afganas que trataban de salvar la vida de las madres y los bebés del país. Esta primera generación de doctoras y comadromas afganas con formación es la de las guerreras invisibles del país, que luchan contra una de las tasas de mortalidad materna más altas del mundo. Tras años de educación o formación médica, estas mujeres llevan mejoras sanitarias sencillas, conocimientos médicos básicos y atención de urgencia a los hospitales maternos en situación desesperada. Las carreteras en malas condiciones, los puestos de control, la violencia, los medicamentos no regulados y una cultura que les arrebata la autoridad han creado una tormenta perfecta de problemas en Afganistán, donde los fallecimientos de mujeres y niños durante el parto alcanzan cifras récord. Como la sociedad raramente permite que médicos hombres traten a pacientes mujeres, mujeres como la Doctora Hagmal se han convertido en unas de las sanadoras más fundamentales de Afganistán.—Andrea Bruce
Me convertí en fotógrafa en una época en que se animaba a las mujeres a perseguir sus sueños en profesiones menos tradicionales. Me preocupaban mucho la justicia social y los derechos de las mujeres. En uno de mis trabajos conocí a Phyllis White, que había sido violada a los cinco años, violada en grupo a los 13 y encarcelada por disparar a su novio en defensa propia. Había pasado nueve años encerrada, casi un tercio de su vida. Sobre su trabajo de reclusa, me dijo: «Creo que cometí un error cuando dije que quería ir a la lavandería. En la lavandería hacía mucho calor. Tardaba 15 minutos en planchar uno de los trajes, 15 centavos al día».
En los cuatro años siguientes, mientras fotografiaba, nos hicimos amigas. Mi presencia en una audiencia impidió que la condenaran por un tercer delito por el que la habrían encerrado de por vida. La vi salir de su pasado violento para darle un giro a su vida. Las mujeres víctimas de violencia y maltrato doméstico tienen un duro camino por delante. Mi reportaje no le cambió la vida, pero creo que le dio esperanzas. Sé que soy más sabia por haberla conocido.—Melissa Farlow
Hace 10 años, cuando vivía en Portland, Maine, una gran población de refugiados somalíes se estableció en la zona y el panorama cultural cambió rápidamente. Parte de la comunidad recibió con los brazos abiertos a los recién llegados, pero otra parte tuvo problemas con este cambio. Quería conocer a mis nuevos vecinos y, como mujer, me interesaba más conocer a las chicas adolescentes. Por experiencia, sabía que la adolescencia femenina es una época problemática y emocionante (por decirlo suavemente), pero no podía imaginarme cómo sería atravesar esa etapa como una niña musulmana que alcanza la mayoría de edad en el mundo occidental.
Acabé pasando mucho tiempo con Naima, que había huido de Somalia con su familia, vivido durante años en un campo de refugiados en África y finalmente se habían reasentado en Estados Unidos en 2001. Cuando la conocí tenía 17 años y hacía malabarismos entre el instituto y los amigos al mismo tiempo que cuidaba de sus padres, que tenían más dificultades con el idioma y el entorno. Dependían de ella para muchas tareas adultas y esperaban que defendiera y representara su cultura.
Aprendí mucho de Naima: era valiente y divertida y tenía un gran corazón. En esta imagen, estábamos junto al puerto y el viento arrastró su pañuelo. Lo sujetó con fuerza y le costó volver a cogerlo para ponérselo de forma que se sostuviera alrededor de su cabeza.—Amy Toensing