Suecia aún no ha decretado el confinamiento, pero la vida normal es un lujo para unos pocos
En Gotemburgo, la vida durante la estrategia de Suecia depende de la parte de la ciudad en la que estés.
Una noche de principios de abril, Lisa Leander y Kristoffer Liljedahl ven una película desde el coche en el nuevo autocine de Gotemburgo. Suecia intenta afrontar la pandemia de coronavirus sin un confinamiento total. Liljedahl afirma que los suecos están divididos respecto a la pandemia: algunos continúan con su vida normal, mientras que a otros les preocupa qué pasará.
En abril, cuando Suecia empezaba a responder a la pandemia de coronavirus, fotografié un concierto benéfico en mi sala de música favorita, Pustervik, en Gotemburgo, la segunda ciudad más grande de Suecia. Una banda tras otra tocó en una sala casi vacía mientras la actuación se transmitía en directo por la página web de un periódico local para un público internacional.
Todos seguimos las normas del gobierno: había menos de 50 personas presentes y botellas de desinfectante para manos por todas partes. Tras tocar la última nota, los 30 músicos, los trabajadores de la sala y el equipo, todos sin síntomas, se reunieron en el escenario para sacarse una foto de grupo. El momento parecía capturar la esencia de cómo tratan la pandemia los habitantes de Suecia. Si no te sientes enfermo, eres libre de llevar una vida normal.
Cincuenta suecos, divididos en 24 coches, se preparan para ver Min pappa Marianne en un muelle donde normalmente se celebran festivales con 18 000 asistentes. Las recientes restricciones del gobierno han obligado a los cines a cerrar y han limitado las reuniones a 50 personas. Las regulaciones de distanciamiento social en Suecia son paradójicas: solo se permite que se congreguen 50 personas en entornos amplios como este, pero pueden entrar muchas más en bares y restaurantes.
Aunque otros países han puesto en marcha medidas estrictas de confinamiento para ralentizar la propagación de la COVID-19, en Suecia la vida cotidiana de algunos parece continuar como si nada. Restaurantes, bares, peluquerías, gimnasios y tiendas siguen abiertos. Los equipos de fútbol entrenan en los parques. Los institutos y las universidades están cerrados, pero los parvularios y las escuelas primarias siguen abiertos. En lugar de cuarentenas, el gobierno ha publicado pautas de distanciamiento social que incluyen limitar las congregaciones e instar a la gente a que se quede en casa en la medida de lo posible. En un país con 10 millones de habitantes, el distanciamiento social es algo natural.
Familias como Isabelle Hoffren (izq.) y Gunilla Cronholm querían apoyar la apertura del primer autocine de Gotemburgo el 3 de abril en una zona para eventos conocida como Banana Pier. «La gente quiere experimentar algo de forma colectiva sin que sea una reunión de gente», explica Anna Remegård, una de las organizadoras del autocine.
«Cuesta saber su Suecia está haciendo lo correcto o no hoy en día», afirma Charlie Sjödin (dcha.), junto a Sofia Rubio Pino. «Pero en cierto modo me alegra que Suecia trate de hallar un equilibrio y estabilizar la economía».
En su abordaje de la pandemia de coronavirus, el gobierno sueco está haciendo algo que pocos países hacen: confía en la responsabilidad individual para aplanar la curva. El resultado podría ser que construyan inmunidad de grupo de forma gradual; a finales de abril, las autoridades estimaban que Estocolmo estaba a pocas semanas de conseguir esa categoría.
«Estoy harta de estar todo el día sentada en casa, así que es fantástico salir y sentir que estás con otras personas», cuenta Gunilla Abrahamsson, que se siente demasiado vulnerable para salir, incluso para ir al supermercado. Ha decidido que un autocine sería seguro. Suecia confía en que los ciudadanos se responsabilicen de su propia seguridad.
Per Stigson trabaja el 60 por ciento de sus horas normales en la fábrica de Volvo de Gotemburgo, que ha reducido las horas de muchos empleados. «Me preocupa cómo cambiarán las cosas», dice. «No solo para nosotros y nuestro sector, sino para todo el país».
«Ofreces [a la gente] la opción hacer lo mejor para su vida. Según nuestra experiencia, eso funciona muy bien», afirmó el epidemiólogo jefe Anders Tegnell el mes pasado.
Además de los autocines, los suecos pueden asistir a eventos políticos virtuales, servicios religiosos retransmitidos en directo y conciertos desde sus coches. La gente encuentra formas nuevas de mantener la cultura viva pese a las restricciones del gobierno, que aún palidecen en comparación con las del resto del mundo.
A 4 de mayo, habían fallecido 2769 personas con COVID-19 en Suecia, la mayoría gente mayor. Gotemburgo, una ciudad con más de medio millón de habitantes en la costa oeste de Suecia, ha notificado 2720 casos y 227 muertes. La capital, Estocolmo, tiene muchos más casos. La tasa de mortalidad nacional es de 22 por cada 100 000 personas, la misma que Irlanda, que ha sido alabada por sus medidas estrictas de confinamiento. Pero esa tasa es la más alta per cápita en toda Escandinavia. Y la cifra podría ser mayor, ya que no se incluyen los datos de las residencias de ancianos, que se han visto muy afectadas.
Los bares y los restaurantes siguen abiertos en Suecia, pero la actividad comercial ha caído. Algunos empresarios dicen que querrían que el gobierno impusiera un confinamiento estricto para poder solicitar ayuda federal.
Ahora mismo, el mundo tiene la vista puesta en Suecia. A veces parece que vivimos en la película El show de Truman, con extranjeros observándonos como si fuéramos un experimento social. Necesitaba tomar conciencia, así que pasé una semana viajando por Gotemburgo para ver cómo abordaban la pandemia personas de procedencias diferentes. Descubrí que no todos los suecos siguen viviendo como de costumbre. Hay mucha gente asustada, preocupada e insegura respecto al futuro.
Un primer plano de Gotemburgo
Mi viaje comenzó en Brännö, una isla en la costa oeste de Gotemburgo, donde conocí a Ann Kathrin Görisch, una ilustradora freelance. Me contó que estaba nerviosa ante la falta de restricciones en el país y porque casi nadie llevara mascarilla. Yo he visto lo mismo. Hace semanas, empecé a llevar la cuenta de las personas con mascarillas; hasta ahora, he contado solo 45. Podría deberse a que en Suecia la gente no está acostumbrada a llevar mascarilla y a que por ahora no están disponibles para el público general. «La gente confía en el gobierno, así que la que no tiene síntomas lleva una vida normal», me contó Görisch.
Alice Thorén, gerente del bar 9ans Ölhall, cuenta que el establecimiento ha perdido al 85 por ciento de su clientela. Normalmente, la calle Andra långgatan, donde se encuentra 9ans Ölhall, está llena de clientes que van de bar en bar, de restaurante en restaurante y de tienda en tienda. «El gobierno dice que hay dinero suficiente para apoyarnos, pero nadie parece saber cuándo lo recibiremos», afirma. «Prefiero aplazarlo todo en lugar de dejarnos morir lentamente».
Kim Christersson toma un café con Isabel Andersson, camarera en Publik, un local que suele estar abarrotado. Las nuevas restricciones exigen que los bares permitan entrar a todos los clientes a los que puedan sentar. «Es triste ver cuántos amigos de nuestro sector tienen dificultades ahora mismo», dice Andersson.
Aunque la sala de juegos del Zamenhof esté vacía, el restaurante y el bar siguen teniendo clientes, aunque no tantos como de costumbre. Las nuevas restricciones exigen que los bares y restaurantes permitan entrar a todos los clientes a los que puedan acomodar, lo que hace que estos negocios pierdan dinero.
Fredrik Flegar trabaja en la barra del Pustervik. Sus horas de trabajo se han reducido un 80 por ciento debido a la pandemia de coronavirus. La sala de conciertos tuvo que cancelar todas las actuaciones, pero en abril celebró un concierto virtual para recaudar fondos. «Al principio me preocupaba mucho, pero después de concierto benéfico virtual me sentí mejor», afirma Flegar.
Pocos días después de visitar Brännö, fui en tranvía al centro. Con desinfectante para manos, apliqué el distanciamiento social, aunque pocos pasajeros lo hicieron, como si fuera por la costumbre. Fuera vi a los operarios del tranvía intentando que los vagones no se llenaran demasiado en las líneas más concurridas.
En el centro, paré en Saluhallen, el mercado de carne y pescado más grande de la ciudad. Estaba hasta arriba de clientes; nadie practicaba el distanciamiento social, ni siquiera un poco. No pude evitar pensar en el mercado mojado de Wuhan, identificado como la fuente del brote de coronavirus en China.
El restaurante Tvinky, en la popular calle Andra långgatan, está prácticamente vacío. Como no reciben subsidios del gobierno, los negocios como este tienen que seguir abiertos para pagar el alquiler y a sus trabajadores.
Mientras volvía al tranvía, pensé «lagom är bäst». Esta frase sueca se traduce más o menos por «lo suficiente es lo mejor». Creo que eso es lo que quiere la gente. No quieren contagiarse, pero tampoco quieren sacrificar demasiado.
La vida al otro lado de la ciudad
Ya en el tranvía, avanzando hacia el este por la línea 11, vi cómo cambiaba el paisaje: tiendas cerradas, calles más vacías, con algún que otro restaurante con terrazas llenas de comensales. Cuanto más viajaba, más gente veía con mascarilla e intentando practicar el distanciamiento social.
En Willy’s, una cadena de supermercados sueca, un cartel indica a los clientes la distancia que deben mantener de los demás. La tienda también tiene protectores de plástico en las cajas. «Claro que hay clientes que se acercan demasiado, pero últimamente he visto a más gente haciendo comentarios al respecto y asegurándose de que los demás mantengan la distancia», cuenta Anita Morales, que lleva tres años y medio trabajando en Willy’s.
Anna Remegård, directora del cine Bio Roy, lleva un par de guantes para hacer palomitas para los clientes antes de la proyección en el nuevo autocine de Gotemburgo. Solo les permiten vender 50 entradas debido a los límites de reunión que ha impuesto el gobierno.
La vida es muy distinta en los extremos este y oeste de esta línea de tranvía. En el extremo oeste, la gente tiene trabajos que le permiten trabajar desde casa. Si pierden su empleo, cuentan con la ayuda del gobierno para pagar sus sueldos.
En el extremo este, la vida es más incierta. Hay más familias multigeneracionales viviendo en pisos pequeños. Muchos trabajan en supermercados, residencias de ancianos o en el transporte público; es imposible trabajar desde casa. Aquí la gente expresa más miedo al virus.
El 20 de marzo, designaron el Eastern Hospital de Gotemburgo como destino principal para los pacientes con posibles síntomas de coronavirus. Los ponen en cuarentena mientras esperan los resultados de los test. A principios de mayo, 227 personas en Gotemburgo y sus alrededores habían fallecido con COVID-19.
Los residentes de estos barrios diversos cuentan que, sin pautas claras y decisivas del gobierno sueco, están siguiendo los consejos de parientes que viven en el extranjero y que dicen que las medidas de confinamiento de sus países han funcionado. Cuando no trabajan, estos residentes intentan ponerse en cuarentena, pero eso afecta a los negocios locales.
En el barrio de Bergsjön, visité a Lul Ali, dueña de una tienda de ropa y accesorios. Me contó que en las dos últimas semanas ha perdido al 80 por ciento de su clientela y ahora se enfrenta a la dura decisión de despedir a sus empleados. «Ahora mismo no sé cómo pagar el alquiler. Ojalá hubiera más ayuda del gobierno para las pequeñas empresas», me contó.
Felicia Soufi trata a pacientes con problemas de salud mental en el Eastern Hospital de Gotemburgo. Han convertido el ala de psiquiatría donde trabaja para alojar a los pacientes con COVID-19. «Aún no sé cuánto debería preocuparme», dijo. «Llega nueva información constantemente. Ahora mismo no me preocupa estar enferma, sino ser portadora de la infección y contagiar a alguien que enferme de gravedad».
Viktoria Silander, enfermera del Eastern Hospital, hace pruebas a posibles pacientes de COVID-19. Cuenta que le ha costado hacer que sus hijos adolescentes sigan las normas de distanciamiento social. «A veces parece una prueba para ver cuánto aguantamos, tanto para nosotros como para la próxima generación», dijo. «Para que la próxima vez estemos mejor preparados».
Los negocios del centro de Gotemburgo comparten la preocupación de Ali. Normalmente, los bares y restaurantes de la popular zona de vida nocturna estarían hasta arriba de clientes cada día de la semana. Una noche de jueves, hace no mucho, me topé con una escena calmada. En general, sale menos gente por el virus. Y ahora el gobierno exige que los restaurantes y los bares sienten a todos sus clientes (en vez de estar de pie por el bar), lo que hace más mella en los ingresos. Algunos propietarios señalan que, en vez de este tráfico reducido drásticamente, preferirían que los obligaran a cerrar para poder obtener subsidios del gobierno y pagar las facturas.
El gobierno sueco y los empresarios están pagando como mínimo el 90 por ciento de los sueldos de las personas despedidas temporalmente o con horario reducido por la desaceleración del sector. En cambio, como no hay cierre obligatorio, los negocios pequeños como el de Ali no pueden obtener el apoyo del gobierno con facilidad si cierran.
Durante cinco años, Lul Ali ha dirigido una tienda llamada Horsed Beauty en el este de Gotemburgo. Debido al brote de coronavirus, dice que corre peligro de quebrar. En las dos últimas semanas, las ventas han disminuido un 80 por ciento. «Mi hijo trabaja aquí y tenemos otro empleado, pero ahora mismo no sé cómo pagar el alquiler», afirma. «Ojalá hubiera más ayudas del gobierno para las pequeñas empresas».
Cuando te afecta personalmente
En el oeste y el centro de Gotemburgo, parece que la gente teme más el fracaso económico que la muerte por el virus. Pero no creo que la gente se dé cuenta de lo temible que es el coronavirus hasta que un caso les afecta de forma personal. Mis colegas lo vivieron cuando dos fotógrafos suecos murieron con COVID-19. La gente de mi entorno ha cambiado de opinión sobre el virus y ha empezado a tomar más precauciones.
En cambio, los que están en la primera línea de la pandemia conocen los peligros demasiado bien. Lo vi con mis propios ojos en el Eastern Hospital, uno de los dos hospitales de Gotemburgo, que se ha convertido en un centro de coronavirus. Antes de hablar con nadie, me lavé las manos; mientras estaba allí, mantuve las distancias e intenté no tocar nada.
El restaurante y bar Zamenhof aún tiene muchos clientes. El gobierno ha obligado a los restaurantes a que se aseguren de que los comensales mantengan las distancias, pero la gente aún puede sentarse en la misma mesa.
A principios de abril, la sala de conciertos Pustervik celebró un concierto benéfico virtual y recaudó más de 46 000 euros. El dinero ayudará a la sala a mantenerse, ya que tuvo que cancelar todos sus eventos debido al coronavirus.
Dentro del hospital, hablé con la enfermera Viktoria Silander. Ha administrado pruebas a los pacientes con síntomas de COVID-19 y dice que le frustra ver que la gente no se toma en serio el virus. Siljander me contó que le costó convencer a sus hijos adolescentes para que siguieran las pautas de distanciamiento social hasta que un amigo de la familia enfermó. «Enseguida ves lo malo que puede ser», me dijo. «A veces, esta pandemia parece una prueba para ver cuánto aguantamos, tanto para nosotros como para la próxima generación. Para que la próxima vez estemos mejor preparados».
¿Es el momento de imponer más restricciones?
En mi recorrido por Gotemburgo, conocí a personas que parecían tomarse la pandemia con calma y a otras que estaban realmente aterradas. De media, lo que escuchaba más a menudo era que la gente querría ver más restricciones o simplemente que las pautas actuales fueran más claras.
Por ejemplo, se han prohibido las reuniones de más de 50 personas. Esa norma se aplica a un autocine enorme donde habría mucho espacio entre la gente, pero no a un bar diminuto que con menos gente estaría lleno. Se ha permitido que los restaurantes sienten a más de 50 personas, pero deben mantener las mesas separadas. Han cerrado algunos restaurantes de Estocolmo por haber violado esa norma. Quizá tendría más sentido que el gobierno adoptara regulaciones más estrictas y específicas, como exigir que los restaurantes se deshagan de la mitad de las mesas y después los compensen por las pérdidas comerciales.
La zona de compras de Magasinsgatan, en Gotemburgo, está llena de gente tomando el sol. Los murales enmarcan la escena con mensajes como «Jabón + Agua, y después nos enfrentaremos a la crisis del clima».
Personalmente, creo que habrá más restricciones en el futuro próximo, pero me ha costado imaginarme un confinamiento total. Los suecos, que están demasiado acostumbrados a su libertad, protestarían. No creo en un confinamiento total; creo que el distanciamiento social funciona para ralentizar la propagación y aplanar la curva. Pero es importante mantener la economía en funcionamiento sin arriesgar más vidas y sé que puede parecer imposible hacer ambas cosas.
«En la vida, hay unos cuantos momentos críticos en los que debes hacer sacrificios, no solo por tu propio bien, sino por el de las personas que te rodean, por el resto de los seres humanos y por nuestro país», declaró el primer ministro Stefan Löfven en un discurso a la nación el 22 de marzo.
Los sacrificios que nos han pedido que hagamos hasta ahora han sido pequeños comparados con los de otros países. Si preguntas al pueblo sueco, insistirá en que está practicando el distanciamiento social. En el centro de Gotemburgo, el corazón de la escena social de nuestra ciudad, eso significa que la gente sigue saliendo, pero no se abraza. En cambio, mi hermana, que vive en Múnich, ni siquiera puede salir a pasear con un par de amigos.
Ahora mismo podría unirme a las 60 personas que están sentadas en la plaza frente a mi edificio. Decido no hacerlo. Me siento afortunada por poder salir a pasear, pero no quiero abusar de mi libertad.
Nora Lorek es una fotógrafa colaboradora de National Geographic que se centra en temas de migración, cultura y derechos humanos en Europa y África oriental. Nació en Alemania y ha vivido en Suecia durante la mitad de su vida. Nora es la cofundadora del Milaya Project, una ONG con sede en Uganda.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.