Una catástrofe se cierne sobre las tribus amazónicas conforme se multiplican los casos de COVID-19
Según los grupos que defienden sus derechos, las comunidades indígenas de Brasil se enfrentan al virus por una parte y a los intrusos «genocidas» por otra.
Un montaje artístico en Brasilia conmemora a las personas indígenas asesinadas en Brasil en 2019. La exhibición coincidió con una protesta anual en la capital brasileña que atrae a pueblos indígenas de todo el país para reclamar que se protejan sus tierras y sus derechos.
Con la propagación del coronavirus en zonas remotas de la Amazonia brasileña, los líderes indígenas y los defensores de los derechos indígenas están suplicando al gobierno que adopte medidas urgentes para evitar una catástrofe.
Según datos recopilados por la Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), la principal federación indígena del país, las muertes por COVID-19 en comunidades indígenas han aumentado de 46 el 1 de mayo a 262 el 9 de junio. Junto a las cifras calculadas por los departamentos de salud estatales de todo el país, las estadísticas de la APIB demuestran que un 9,1 por ciento de las personas indígenas que contraen la enfermedad fallecen, casi el doble que el 5,2 por ciento entre la población general brasileña.
Vanderlecia Ortega dos Santos, enfermera de la tribu witoto, prepara una sala de chequeo para pacientes de COVID-19 en una clínica a las afueras de Manaos. Ella ofrece atención de primera línea para su comunidad de 700 familias. Los antropólogos señalan que durante las ocho primeras décadas del siglo XX desapareció una media de una tribu al año de la Amazonia, víctimas de epidemias, violencia y asimilación forzosa. Los líderes indígenas afirman que la pandemia de coronavirus y las políticas gubernamentales hostiles representan una nueva amenaza para la supervivencia de sus pueblos.
El aumento de los casos y la respuesta lenta del gobierno han dado pie a alegaciones de incompetencia y desorganización en las acciones oficiales para proteger a poblaciones tribales vulnerables del contagio. De hecho, los trabajadores sanitarios gubernamentales y los prospectores de minerales ilegales, entre otros intrusos, figuran entre los principales vectores de infecciones en territorios indígenas protegidos. Un informe publicado la semana pasada por la oficina del fiscal federal general acusó a un equipo de trabajadores sanitarios de «negligencia flagrante» y denunció la probabilidad de que los enfermeros y técnicos del gobierno hubieran propagado el virus entre las poblaciones indígenas que debían proteger.
El 4 de junio, la Secretaría Especial de Salud Indígena (Sesai) reconoció que cuatro de sus trabajadores dieron positivo en el virus cuando los enviaron a la aldea de la tribu kanamari, en las áreas indígenas del Valle del Javarí en el extremo occidental de Brasil. Un comunicado de la Sesai intentó restar importancia al episodio alegando que uno de los trabajadores había desarrollado síntomas de COVID-19 y que los cuatro habían sido puestos en cuarentena.
Pero el informe del fiscal general, publicado el 5 de junio, expresó preocupación por que los trabajadores infectados hubieran propagado el virus a otras aldeas. También acusó a otro equipo de «ignorancia flagrante del riesgo epidemiológico» por entrar en el lado nordeste de la reserva de Javarí sin respetar los protocolos de cuarentena recomendados para prestar atención médica a la tribu korubo considerada particularmente vulnerable.
Un trabajador sanitario del gobierno se prepara para realizar un test de COVID-19 en Manacapuru, Amazonas. Los cuatro millones de habitantes del estado corresponden a solo un 2 por ciento de la población brasileña, pero Amazonas alberga casi el 7 por ciento de las 800 000 infecciones confirmadas de COVID-19.
Un chamán del grupo indígena dessana recoge hojas de una planta medicinal a las afueras de Manaos, la capital del estado de Amazonas. Utiliza una planta denominada «saratudo» para tratar a los miembros de la tribu con síntomas de la COVID-19. Los hospitales y los cementerios de la ciudad están saturados con las víctimas de la pandemia.
Asimismo, el informe citaba el «deterioro patente» de las capacidades de la Funai, la agencia encargada de defender las fronteras de las tierras indígenas de Brasil. El informe señala que los recortes abruptos y la reasignación del personal de la Funai han aumentado las posibilidades de incursiones ilegales en la reserva por parte de prospectores, pescadores y cazadores furtivos que podrían traer el virus consigo.
Las áreas indígenas del Valle del Javarí, de 85 444 kilómetros cuadrados, albergan la mayor cantidad de comunidades indígenas del mundo que viven en aislamiento extremo, a veces denominadas «tribus no contactadas». La Funai ha confirmado la presencia de nueve grupos en la reserva, con un total de 1000 o 1500 personas; podría haber hasta nueve grupos más, según los agentes de campo de la Funai. Aunque la mayoría de los korubo ya han contactado con extranjeros, las autoridades estiman que aún hay entre 40 y 50 miembros de la tribu aislados en las profundidades de la selva.
Los korubo, como otros grupos aislados y recién contactados de la Amazonia, ya se consideran especialmente vulnerables a las enfermedades infecciosas, ya que carecen de defensas inmunológicas para los patógenos que traen los extranjeros. Esto los hace más susceptibles a enfermedades respiratorias como la COVID-19.
El pueblo cocama, dispersado en varias ciudades pequeñas y pueblos en el alto Amazonas, ha registrado 55 muertes por el virus desde principios de abril. Fue entonces cuando cuatro miembros de una familia fueron infectados por un médico del servicio de salud que había vuelto recientemente de una conferencia en el sur de Brasil y no había cumplido los protocolos de aislamiento.
Rastrear las tasas de mortalidad y de infección por coronavirus en los pueblos indígenas de Brasil puede ser un reto y una fuente de discordia. La Sesai solo rastrea casos dentro de los territorios indígenas demarcados. Sus cifras no reflejan las infecciones de coronavirus en personas indígenas que viven en ciudades o pueblos que no están designados específicamente como tierras indígenas.
«Esta discrepancia es precisamente la expresión más acertada del racismo institucional que conduce al genocidio autorizado», señala Sônia Guajajara, coordinadora ejecutiva de la APIB. A 9 de junio, la Sesai había registrado 85 muertes indígenas por COVID-19. El Comité Nacional de Vida y Memoria Indígena, creado para rastrear a las víctimas de la pandemia y contar sus historias, indica que esa cifra es el triple. «El gobierno quiere ocultar las cifras reales para llevar a cabo su plan de exterminar a los pueblos indígenas», afirma.
Aunque National Geographic ha intentado contactar con la Sesai, no ha obtenido respuesta.
Los cazadores furtivos y la pandemia: una doble amenaza
Los líderes indígenas afirman que el gobierno del presidente de derechas Jair Bolsonaro no está defendiendo a su gente de una doble amenaza: la propagación del coronavirus por un lado y el aumento de las invasiones por el otro. Las tasas de deforestación en la Amazonia brasileña han ascendido casi un 60 por ciento respecto al año pasado según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil y la labor policial se ha visto afectada por el confinamiento y los edictos oficiales que han reducido las protecciones al medio ambiente y las poblaciones indígenas.
«Los propios invasores son vectores de contaminación», afirma Guajajara. Señala que en las regiones lejanas donde viven tribus aisladas, pero de las que se han retirado las fuerzas del orden, las intrusiones de los prospectores de oro o los leñadores furtivos podrían provocar el «exterminio total» de los grupos indígenas vulnerables.
La Funai niega cualquier fallo por su parte. «En ningún momento esta institución se ha autoeximido de cualquier obligación legal para proteger y promover los derechos de los pueblos indígenas, y siempre nos esforzamos por actuar con celo y cuidado», declaró la agencia en una respuesta por escrito a las preguntas de National Geographic. El comunicado también indicaba que la Funai ha «adoptado todas las medidas a su alcance para combatir la pandemia del nuevo coronavirus».
Muchos grupos indígenas sostienen lo contrario. El incremento continuo de los miles de prospectores de oro ha devastado grandes franjas del vasto territorio indígena yanomami, en el estado septentrional de Roraima. Los mineros han envenenado los ríos con el mercurio que utilizan para separar el oro del suelo arenoso del Amazonas. También han traído consigo la malaria, el consumo excesivo de alcohol y enfermedades de transmisión sexual, y ahora, como temen los líderes yanomami, la COVID-19. Hasta la fecha han fallecido tres yanomamis por el coronavirus y los líderes tribales afirman que hay al menos 55 casos de infección.
En un sendero en el terreno del Museo Paraense Emílio Goeldi, en Belém, hay un recorte a tamaño real hecho a partir de una fotografía de un hombre indígena irã'amrayre sacada en 1902. Forma parte de una exposición que incluye objetos y fotografías de esta rama extinta de los kayapó, que viven en la región central de la Amazonia brasileña.
«Nuestra principal preocupación ahora mismo es que los mineros propaguen la enfermedad a las comunidades», declaró Dario Kopenawa, vicepresidente de la Hutukara Associação Yanomami, que representa a los 26 000 miembros tribales que viven en el territorio indígena yanomami. «Los mineros van a matar a los yanomamis con la contaminación».
Sus comentarios coinciden con un informe publicado la semana pasada por investigadores de la Universidad Federal de Minas Gerais y el Instituto Socioambiental, un comité asesor de São Paulo, que determinó que el 40 por ciento de los yanomamis que viven cerca de las explotaciones de oro están en peligro de infección por COVID-19. Hay un campamento de prospección que se encuentra a dos días a pie de una aldea yanomami aislada y los activistas temen que una sola infección consiga aniquilar a la comunidad indígena.
Hutukara se ha unido a un consorcio de grupos de derechos culturales internacionales y brasileños para poner en marcha una campaña llamada MinersOutCovidOut. La campaña demanda el desalojo de unos 20 000 mineros que buscan oro ilegalmente en territorio yanomami.
«Enciclopedias vivas» en peligro
En particular, a los antropólogos les preocupa la posible pérdida devastadora de comunidades indígenas si sus ancianos —que son los más vulnerables a la infección— mueren debido a la pandemia. «Los ancianos son enciclopedias vivas que conservan la visión del mundo de estas poblaciones», afirma Tiago Moreira dos Santos, antropólogo del Instituto Socioambiental. «Son los guardianes de una cultura. No solo hablamos de mitos e historias, sino también del idioma, la memoria y el conocimiento que son fundamentales para la existencia de un pueblo».
Desde el comienzo de la pandemia, muchos grupos indígenas han actuado con rapidez para limitar la propagación del coronavirus, señala Sônia Guajajara. Cuenta que han erigido barricadas y barreras sanitarias, y han tejido mascarillas e instado a los miembros tribales a quedarse en sus aldeas. «Cada comunidad está adoptando sus propias medidas de protección», insiste.
«Los pueblos indígenas han vivido una ola tras otra de epidemias letales. Así que saben exactamente qué tienen que hacer: aislarse», afirma Glenn Shepard, antropólogo estadounidense en el Museo Emilio Gueldi de Belém, un centro para el estudio de la diversidad biológica y sociocultural de la Amazonia. Apunta que esta autoprotección refleja la presencia de comunidades tribales aisladas en Brasil y en los países vecinos (la Amazonia podría albergar hasta cien grupos aislados).
«Así es como los pueblos indígenas aislados, los denominados pueblos no contactados, se han convertido en lo que son», afirma Shepard. «Se han cerrado al resto del mundo por la enfermedad y el desplazamiento violento. Esa ha sido su estrategia desde el principio».
Pero Guajajara indica que el gobierno de Jair Bolsonaro ha emitido mensajes contradictorios sobre cómo responder a la pandemia e incitado a los ciudadanos a ignorar las medidas de confinamiento y distanciamiento social, al mismo tiempo que atrae a las personas indígenas a las ciudades para que reciban modestas pagas de estímulo. Esto, sumado a las iniciativas y las declaraciones que animan a los extranjeros a usurpar tierras indígenas y otras áreas protegidas, se ha convertido en un desastre social y ambiental en ciernes.
«Este es un momento de alerta general porque estamos muy preocupados, por el virus por una parte y por las medidas genocidas de este gobierno fascista por otra», afirma.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.