En este asentamiento informal de Kenia, la lucha contra el coronavirus exige solidaridad
La pandemia es otro obstáculo que la comunidad de Kibera, uno de los mayores asentamientos urbanos informales de Kenia, deberá superar unida.
Ruth Kavana, madre soltera con cuatro hijos, en su casa de Kibera. Cuando el coronavirus llegó a Kenia, cerró su negocio de venta de huevos, patatas fritas y smokies (salchichas ahumadas) durante un mes.
Un Domingo de Pascua, cuando Brian Otieno tenía 11 años y vivía en el asentamiento urbano de Kibera, en Kenia, vio algo que inspiraría su profesión: una representación del recorrido de Jesucristo hacia la cruz.
«Había una persona disfrazada de Jesús y a sus espaldas había gente que fingía azotarlo. Deseé capturar esa escena para siempre», cuenta Otieno, que ahora tiene 27 años y es fotoperiodista en Nairobi, la capital de Kenia.
La Pascua de 2020 en Kibera fue muy diferente, ya que el coronavirus frustró cualquier intento de celebración. «En realidad, pasó sin que la gente se diera cuenta de que era fiesta», explica Otieno. «No hubo celebraciones en las iglesias ni actividades de fiesta. La gente iba por ahí como si fuera un día cualquiera».
Las calles de Kibera, en Nairobi, están concurridas antes del comienzo del toque de queda de las 7 de la tarde a las 5 de la mañana impuesto por el gobierno en marzo para frenar la propagación de la COVID-19.
Los sanitarios desinfectan un camino que usó una familia que podría tener la COVID-19 en Kibera. Más adelante, pusieron a la familia en cuarentena.
Una mujer vende mascarillas caseras en una calle transitada de Kibera después de que el gobierno ordenase llevar mascarillas en espacios públicos.
Para muchos de los residentes de uno de los asentamientos urbanos informales más grandes de África, el coronavirus es un obstáculo más en una vida llena de adversidades. La amenaza de la COVID-19 es insignificante en comparación con el gran esfuerzo que hacen muchas personas por mantenerse a ellas mismas y a sus familias cada día. «Si tienes dificultades y careces de comida suficiente para mantenerte con vida, no te da tiempo a preocuparte por el coronavirus», afirma Otieno. «La gente ha oído hablar de él, pero la mayoría no tiene tiempo para tenerle miedo».
Las cifras del censo varían, pero el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos estima que entre 500 000 y 700 000 personas residen en esta comunidad densamente poblada de Nairobi. La mayoría de las viviendas tienen paredes de adobe y tejados de hojalata. El agua corriente y la electricidad escasean. Los ingresos medios son de menos de dos dólares al día.
Actualmente, el número de casos de coronavirus no es muy alto en el continente africano; Kenia había notificado 2474 casos confirmados y 79 muertes a 5 de junio. En Nairobi, el gobierno ha impuesto un toque de queda estricto de las siete de la tarde a las cinco de la mañana para combatir la propagación del virus y ha exigido que todos los ciudadanos lleven mascarilla en espacios públicos. Aún se puede entrar y salir de Kibera, aunque las autoridades podrían instaurar un confinamiento total si aumentan los casos de COVID-19 en los próximos días.
Unas niñas a orillas de un río en el límite sur de Kibera en abril. Kibera es uno de los asentamientos urbanos informales más grandes de África y se estima que alberga entre 500 000 y 700 000 habitantes.
Artistas y organizaciones locales han pintado murales en las paredes de la comunidad para recordar a la gente que mantenga el distanciamiento social y se lave las manos.
Las autoridades de salud pública enseguida se han dado cuenta de que las estrategias de prevención deben adaptarse a las realidades de cada lugar. Muchas grandes ciudades africanas tienen sectores enormes de trabajos a jornales; esta estructura informal se traduce en que la gente tiene menos recursos para desenvolverse en emergencias de salud pública.
El aislamiento y las cuarentenas no son realistas en un asentamiento vasto con altas tasas de pobreza e infraestructura deficiente, señala Edwine Barasa, director del programa de investigación del KEMRI-Welcome Trust en Nairobi, que recientemente analizó el impacto socioeconómico de las medidas de prevención de la COVID-19.
«Los habitantes de estas comunidades tienen mucho que perder si no salen de casa», explica Barasa. «Pedirles que lo hagan en este tipo de entorno puede exponerlos a un riesgo mayor».
«Viven en casas de una sola habitación. Carecen de acceso a agua corriente y retretes. Dependen de las cadenas de suministro informales para acceder a necesidades básicas como la comida, y es probable que los remuneren con jornales», afirma Barasa. «El aislamiento presupone que hay una habitación libre en la que puede entrar alguien con posibles síntomas de COVID. No es posible hacerlo cuando tienes a tanta gente viviendo en una habitación».
Los trabajadores sanitarios escriben los datos personales de los residentes de Kibera que han venido para hacerse la prueba de la COVID-19.
Stephen Onyango (18, en el centro) enseña a sus hermanos Collins y Gavan bajo la mirada atenta de su hermana, Genevieve Akinyi, en su casa de Kibera. No han ido a clase desde que el gobierno cerró las escuelas a mediados de marzo para ralentizar la propagación de la COVID-19.
Cerrar los mercados informales de Kibera, que no tiene supermercados, dejaría a la gente sin acceso a los alimentos básicos. El confinamiento supondría la pérdida de empleos y la incapacidad de alimentar a la familia o pagar el alquiler. Una reciente encuesta llevada a cabo por TIFA, una empresa de estudios de mercado con sede en Nairobi, desveló que el 90 por ciento de los encuestados con ingresos bajos decía que la COVID-19 había eliminado todos sus ingresos familiares.
Los vecinos han tomado medidas para detener la propagación de la COVID-19. Otieno cuenta que cuando apareció información sobre prevención en Kibera, los costureros empezaron a producir mascarillas mucho antes de que las autoridades de salud pública las ofrecieran.
«La mayoría de las iniciativas las empezaron particulares y las aplicaron personas de la comunidad, personas que conocen las necesidades de la comunidad y que también forman parte de ella», afirma Otieno. «Los habitantes de Kibera no esperaron a que llegaran organizaciones de ayuda humanitaria o extranjeros a intervenir o ayudar. Al principio, se hicieron cargo de todo ellos solos».
Desde entonces, varias ONG han establecido puntos para lavarse las manos e instalaciones donde los residentes —la mayoría de los cuales carece de agua corriente— pueden ducharse e ir al baño. El transporte público, que es un salvavidas para los residentes de Kibera que no pueden permitirse tener coche, se desinfecta a diario. Cuando se confirma un caso de coronavirus, los trabajadores sanitarios desinfectan la zona circundante. Los artistas locales han pintado murales en las paredes y otras superficies de la comunidad para recordar a la gente que lleve mascarilla y mantenga la distancia interpersonal.
Las niñas hacen cola para ducharse en un centro de Kibera, Kenia, establecido por una organización local para intentar combatir la propagación del coronavirus ayudando a los vecinos a mantener la higiene personal. La mayoría de los residentes de Kibera carecen de acceso al agua corriente en sus casas.
Los residentes de Kibera llenan garrafas con agua gratuita distribuida por el gobierno keniata.
Joakim Kwaru, artista de un colectivo de Nairobi, pinta un mural para recordar a la gente que se ponga la mascarilla. «Hasta los niños saben lo que significa cuando lo ven», cuenta.
Los residentes mantienen el distanciamiento social mientras esperan a que les tomen una muestra para el test de la COVID-19 en un colegio de Kibera.
Recuerdos del hambre
Cuando Asha Jaffar tenía 15 años, la violencia estalló en Kenia. Cuando declararon al expresidente Mwai Kibaki ganador de las elecciones presidenciales de diciembre de 2007, su oponente denunció un fraude electoral. Las protestas masivas se volvieron violentas y varias tribus fueron el blanco de ataques étnicos. La destrucción y el crimen forzaron el cierre de varios negocios en una economía ya inestable. Mucha gente no podía salir de sus comunidades para buscar trabajo debido a la presencia policial y militar. Según estimaciones oficiales, hasta 3000 personas fueron asesinadas en un periodo de dos meses.
Jaffar, la mayor de los seis hijos de dos jornaleros de Kibera, estaba acostumbrada a las dificultades. Pero meses después del fin de la violencia, el hambre aún acechaba a la familia. Vio cómo sus padres se levantaban cada mañana y recorrían las calles llenas de humo buscando trabajo, su madre como empleada doméstica en uno de los suburbios ricos de Nairobi, su padre como electricista autodidacta.
Asha Jaffar, periodista freelance y activista social de Kibera, puso en marcha Kibera Food Drive para proporcionar comida a los pobres y los ancianos durante la pandemia. Espera recaudar dinero suficiente para fundar un banco de alimentos permanente.
Jaffar, que ahora tiene 27 años y es periodista freelance y activista social, recuerda cómo fue pasar hambre. Aquellos recuerdos la han motivado a poner en marcha Kibera Food Drive, que proporciona a comida a las familias que sufren durante las cuarentenas del gobierno.
«Se nos ocurrió este plan para apoyar a las personas que querían aislarse y obedecer las órdenes de cuarentena, pero que temían no poder comer si lo hacían», afirma Jaffar. Ahora, los voluntarios entregan paquetes de comida a 200 familias cada semana y Jaffar espera recaudar dinero suficiente para fundar un banco de alimentos permanente en Kibera, donde aún reside.
«Entiendo lo que es dormir con hambre. Entiendo que, para la mayoría de los habitantes de Kibera, vas a pie a trabajar, ganas unos 200 chelines [1,65 euros] ese día, compras comida y te la comes para poder volver a levantarte al día siguiente», explica. «Quiero asegurarme de que ningún niño de Kibera tenga que pasar por lo que yo he pasado».
Una voluntaria de Kibera Food Drive prepara paquetes de comida y otros productos básicos que distribuirán entre los pobres y los ancianos de Kibera que tienen que quedarse en casa debido al coronavirus.
Con mascarillas, la gente va en el tren de la mañana que para cada día en Kibera para ir al centro de Nairobi. Los que no llevan mascarillas serán multados.
Otieno recuerda lo mucho que trabajaban su padre, carpintero informal, y su madre, peluquera, para que él y sus dos hermanos pequeños estuvieran a salvo y bien alimentados. Espera que los jóvenes de hoy puedan ver con orgullo su comunidad por cómo se ha enfrentado a la COVID-19.
«Aquí hay mucha fuerza», afirma Otieno. «He sido testigo de cómo se movilizaba la gente y cómo hacían todo lo que podían para ayudar a los suyos».
Este artículo ha contado con el apoyo del COVID-19 Emergency Fund for Journalists de la National Geographic Society.
Brian Otieno es un fotógrafo documenta de Nairobi, Kenia. Creció en Kibera, donde documenta la realidad de la vida cotidiana para intentar ver más allá de las apariencias caóticas de su localidad natal y representar un espectro vital más amplio.
Rachel Jones es periodista en Washington D.C. y pasó nueve años como instructora de medios en Kenia.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.