La forma de vida tradicional de estas mujeres está desapareciendo en el Cuerno de África
Las sequías matan al ganado y obligan a las pastoras a trasladarse a campamentos para personas desplazadas, donde se enfrentan a un nuevo mundo lleno de incertidumbre y, a menudo, de violencia.
Sabad Ali desmonta la casa de su familia en un campamento para desplazados internos a las afueras de Burao, Somalilandia, en diciembre de 2019. Llegaron aquí en 2016, cuando una sequía mató a su ganado, pero ahora el gobierno dice que deben trasladarse porque su parcela es un terreno disputado. Le preocupa que trasladarse más lejos de Burao dificulte acceder a ayuda alimentaria, agua y trabajo informal.
Murieron tantos a la vez que «fue como si los hubieran envenenado». Así describe Rahma Hassan Mahmoud, una pastora de Somalilandia, la catástrofe que se llevó a sus 300 cabras y ovejas y sus 20 camellos. Cuando murió su último camello, su familia y ella sobrevivieron con la leche que les daban sus vecinos, pero ante la muerte del ganado de los demás, no tardó en escasear.
Los vecinos de la aldea de Rahma juntaron su dinero para alquilar un camión. Se subieron 50 personas para conducir a la ciudad de Burao, en la región central de Somalilandia. A lo largo de la carretera pasaron frente a agrupaciones de casas abovedadas hechas con madera, láminas de plástico y paños. Eran asentamientos improvisados donde vivían personas que, como ellos, habían vivido de la tierra, pero ahora dependían de la distribución de comida del gobierno y las organizaciones de ayuda humanitaria.
El paisaje seco de Somalilandia visto desde las ruinas de un edificio colonial de Sheikh. Las presiones por el clima cambiante, que intensifica las sequías, y las décadas de guerra civil están devastando la economía pastoral de la región y obligando a los somalíes a vivir en campos de refugiados y de desplazados internos. Las mujeres de los campos viven con un miedo constante a la violencia.
Somalilandia es una región autónoma de Somalia en el Cuerno de África que declaró la independencia en 1991, al principio de una guerra civil que continúa en la actualidad. Muchos somalíes son pastores seminómadas que, desde tiempos inmemoriales, han trasladado a sus animales para encontrar los pastos más verdes. Pero con una serie de sequías en los últimos años, estas formas de vida están desapareciendo a toda velocidad.
Baarud, un camello de cinco años, tira del hiyab de Aadar Mohamed. Baarud quiere decir «duro», un nombre que el camello heredó de su madre, que sobrevivió a tres sequías y a un ciclón que mató a cientos de camellos en la aldea de Hijinle, en la costa norte de Somalilandia.
Al igual que muchos somalíes, Rahma no sabe en qué año nació, pero cuenta su edad con las lluvias anuales. Nació en el año que llaman biyobadan, que significa «mucha agua», y estima que tiene unos 36 años. Con su marido y sus 12 hijos, se estableció en un vasto campo para personas desplazadas a las afueras de Burao, una vida que no reconoce y de la que no puede escapar.
Rahma contó que, para los somalíes, la riqueza siempre se ha medido según el tamaño de tu rebaño y cuánto tengas para compartir. «No necesitábamos la ayuda de nadie. Nosotros solíamos ayudar a los demás porque teníamos mucho».
Este retrato de Rahma Hassan Mahmoud se sacó en el campo de desplazados internos de Burao. En 2016, una sequía grave mató a su rebaño de 300 ovejas y cabras y 20 camellos, lo que obligó a Rahma, su marido y sus 12 hijos a abandonar su aldea.
Hace unos 30 años, el clima del Cuerno de África empezó a cambiar, al principio despacio, después de forma abrupta. En 2016 llegó una sequía grave. Los animales que sobrevivieron sucumbieron el año siguiente o en 2018, también años de sequías. La economía pastoral, la industria principal de Somalilandia, menguó un 70 por ciento. Los pastores conducían a animales sedientos a posibles abrevaderos; al llegar, los encontraban secos. Los costillares cavernosos de camellos que se pudrían pasaron a formar parte del lúgubre paisaje. Hubo malas cosechas y se desataron brotes de enfermedades como el cólera y la diarrea aguda. En tres años, entre medio millón y 800 000 personas —casi un cuarto de la población de Somalilandia— habían abandonado esta tierra estéril.
Jessica Tierney —experta en el clima de la Universidad de Arizona, en Tucson, que ha estudiado sedimentos marinos antiguos en la costa de Somalia— descubrió que la región está secándose más deprisa ahora que en cualquier otro momento de los últimos 2000 años.
«Si alguien todavía duda de la existencia del cambio climático, que venga aquí», planteó Sarah Khan, directora de la suboficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Hargeisa.
En el campo de desplazados internos de Burao, una mujer observa un enjambre de langostas que oscurece el cielo. Las condiciones climáticas erráticas que provocan sequías graves en el Cuerno de África algunos años producen precipitaciones extremas en otros, que en 2019 fueron el desencadenante del peor brote de langostas del desierto que Somalia había visto en décadas. Las langostas pueden devorar un campo de cultivo en cuestión de horas.
El sol se pone en el campo de desplazados internos de Burao, uno de los más grandes de Somalilandia, que alberga a miles de pastores cuyos rebaños han muerto en las sequías.
Hace solo seis años, Somalia era el mayor exportador de ovejas solo por detrás de Australia y era una fuente considerable de camellos. La economía del ganado mantenía una cadena de personas: los pastores; los transportistas que llevaban los camellos al mercado de Hargeisa, la capital de Somalilandia, y a otras partes; los jóvenes que sacaban a los camellos de los camiones y los disponían para la venta. Proporcionaba empleos a los trabajadores municipales que recaudaban los impuestos y sellaban a los animales y a los estibadores que introducían a los camellos en los cargueros del puerto de Berbera, destinados a mercados del norte de África y Oriente Medio.
En un día cualquiera, el mercado de camellos de Hargeisa tenía cientos de animales a la venta. Hoy, el bullicio y el alboroto han desaparecido; quizá haya solo una docena de camellos junto a los hombres ociosos que beben té y charlan bajo el abrasador sol matutino.
Arriba, de izquierda a derecha: Basra Ismaan Jaama, Nimo Mohamed Hussein, Yurub Jaama Shire, Yurub Suleiman Mohamed. Abajo, de izquierda a derecha: Haweya Ahmed Adem, Sahra Adam Abdi, Deka Mohamed Roble, Fadumo Ibrahim Abdi y Hamdi, su hija. Los tratantes de personas persuadieron a los hijos de estas mujeres, que viven en campos de desplazados internos de Somalilandia, para que fueran con ellos. Normalmente, los tratantes envían a los padres audios de sus hijos chillando y fotografías de ellos magullados y ensangrentados para convencer a las familias de que paguen rescates de entre 4000 y 15 000 euros. Cuando no pueden permitirse pagar, les dicen que sus hijos han muerto. Fadumo rescató a Hamdi de los tratantes, que habían sido detenidos por la policía en la frontera etíope. Ahora trabaja como activista comunitaria para crear conciencia sobre los riesgos de la trata de niños.
Millones de desplazados
El Banco Mundial estima que, para 2050, 143 millones de personas de todo el mundo se verán obligadas a abandonar sus hogares para huir de las consecuencias del cambio climático. Algunas, como Rahma y su familia, se convertirán en personas desplazadas internas, sin un futuro alternativo claro. Otros se convertirán en refugiados y cruzarán una frontera internacional con la esperanza de una vida mejor. Para los cientos de miles de somalíes que han huido de la guerra, la sequía y la hambruna que han asediado su país en las últimas décadas, una vida mejor sigue pareciendo difícil de alcanzar: atrapados en la vecina Kenia, en Dadaab —uno de los campos de refugiados más grandes del mundo, con casi 220 000 habitantes—, lo único que pueden hacer es ver pasar el tiempo.
Las instituciones internacionales, como la OTAN, el Departamento de Defensa estadounidense y la ONU, describen el cambio climático como un «multiplicador de amenazas», es decir, que no se desarrolla aislado, sino que amplía los problemas existentes en las sociedades, sobre todo en regiones secas donde el margen para la existencia humana ya es reducido. En Somalilandia y Somalia, las presiones climáticas se combinan con la pobreza, la gobernanza débil y los conflictos internos, una mezcla que afecta particularmente a las mujeres.
En 2016, los migrantes somalíes y etíopes caminan hacia las cuevas a las afueras de Mareero, un centro de contrabando en la región autónoma de Puntlandia, para esperar a los barcos en los que cruzarán el golfo de Adén hacia Yemen y de ahí a Arabia Saudí y a las monarquías del golfo Pérsico, si sobreviven. Para algunos de los habitantes de los campos de refugiados y de desplazados internos, este peligroso viaje es preferible a una vida en el limbo.
Guude Aadan saca agua de un agujero excavado en el suelo en Hijinle. Llegó aquí desde su aldea, Topta, cuando la sequía de 2017 acabó con su rebaño de 70 cabras y ovejas. Ahora depende de la ayuda humanitaria y de la comida que le dan sus parientes.
Aisha Jaama (40) observa cómo sus hijas Maryam Yusuf (15) y Haawa Yusuf (12) practican árabe en Lughaya, en el noroeste de Somalilandia, a donde vinieron cuando la sequía mató sus rebaños. Vivir en una ciudad en lugar de como nómadas quiere decir que las niñas pueden ir al colegio y prepararse para una vida diferente al pastoreo.
La mayoría de los habitantes de los campos de desplazados internos de Somalia y Somalilandia son mujeres. Algunos de los hombres se quedan en las aldeas y otros se unen al combate de la guerra civil, así que depende de las mujeres alimentar y criar a los niños. En los campos, las mujeres también viven con nuevos riesgos y miedos: el aumento de los actos violentos, como las violaciones. En Puntlandia, una región de Somalia al este de Somalilandia, los guardias de los campos de desplazados extorsionan a las mujeres para conseguir favores sexuales a cambio del acceso a comida y refugio. La desesperación convierte los campos en terrenos de reclutamiento para tratantes de personas, que persuaden a niños y niñas para que se vayan con ellos a Europa. Muchas de sus jóvenes víctimas mueren por el camino.
«Lo único que puedo pensar es que no tenemos nada», contó Rahma sobre la vida en el campo a las afueras de Burao. «Mis hijos no tienen un futuro porque este lugar no tiene un futuro».
¿Qué causó esta crisis?
Chris Funk, geógrafo y climatólogo de la Universidad de Santa Bárbara en California, estudia los patrones de las precipitaciones en el Cuerno de África. Las aguas del Pacífico occidental, en la costa de Indonesia, son unas de las más cálidas del planeta, explicó. Cuando las condiciones son especialmente cálidas y tormentosas, el viento sopla a lo largo del océano Índico hacia Indonesia y extrae humedad de África oriental, provocando sequías. Por su parte, el aire más seco y cálido evapora más agua de la tierra, lo que agrava las repercusiones. En cambio, cuando las aguas del Índico occidental de la costa de África son excepcionalmente cálidas, eso puede provocar vientos más cálidos en Somalia. El resultado son lluvias torrenciales, las condiciones que provocaron enjambres de langostas del desierto sin precedentes en algunas partes de África oriental.
Una mujer sale de un almacén de alimentos en el campo de refugiados de Dadaab, en el norte de Kenia, tras recibir sus raciones. La población de Dadaab, estimada en unas 220 000 personas, ha crecido y menguado con las sequías del Cuerno de África. Además de las sequías, la hambruna y la desertificación, décadas de guerra civil han obligado a decenas de miles de somalíes a cruzar la frontera con Kenia y a alojarse en Dadaab.
Una mujer camina frente a unos camellos en venta en Dadaab ante la mirada de un agente de policía armado. La violencia contra las mujeres y las niñas es habitual en estos campos, donde los vínculos sociales y las formas tradicionales de seguridad son débiles.
Somalia y Somalilandia están «expuestas al clima de forma única», explicó Funk. Somalilandia carece de ríos y la gente depende de estanques efímeros que se llenan y se vacían con las lluvias o de pozos que deben ser cada vez más profundos para llegar hasta el agua. A diferencia de las vecinas Kenia y Etiopía, la región carece de tierras altas montañosas que permanecen húmedas y fértiles cuando las tierras bajas se secan. Aquí pueden pasar meses sin lluvia. Las plantas se marchitan y los estanques se reducen a polvo. Las ovejas mueren primero, después las cabras y, por último, los camellos. Cuando los camellos desaparecen, a los humanos no les queda nada. Deben mudarse.
Para Rahma, presenciar la muerte de sus animales fue ver el fin de la vida que conocía. «Éramos como un alma que vivía sobre otra alma», contó. «Se nos rompió el corazón».
Habibo y Nasteha
En 2010, Habibo Dakane Yussuf, de unos 40 años, caminó desde su aldea en el sur de Somalia hasta Dadaab, un campo de refugiados a 80 kilómetros al este de la frontera con Somalia, en Kenia. Durante su trayecto de dos semanas, impulsado por la sequía, ocho hombres las violaron mientras su hijo, Musab, sollozaba a su lado. «Fueron despiadados», contó Habibo. El trauma emocional perdura y aún tiene dolor en la pelvis e incontinencia crónica.
Según el Comité Internacional de Rescate —una ONG con sede en Nueva York que dirige un hospital para mujeres en Dadaab—, las condiciones hacinadas y la sociedad fracturada de los campos de refugiados aumentan el riesgo de violencia contra mujeres y niñas. En octubre de 2019, tres hombres atraparon a la hija de nueve años de Habibo, Mandeck, en el colegio y la agredieron sexualmente, la mordieron y le hicieron cortes con navajas. Ahora, Habibo y sus tres hijos apenas abandonan su parcela de 83 metros cuadrados.
Habibo Dakane Yussuf (de unos 40 años) posa con su hija Mandeck (10) en Dadaab. Habibo abandonó su aldea de Somalia en 2010 al principio de una sequía que conduciría a 200 000 somalíes a Dadaab. Mientras caminaba hacia la frontera, ocho hombres la violaron. El año pasado, tres hombres atraparon a Mandeck en el colegio de Dadaab y abusaron sexualmente de ella. La niña todavía conserva las cicatrices de los mordiscos de los hombres. Habibo y sus tres hijos rara vez abandonan su pequeña parcela.
Nasteha Hassan Abdi, de unos 16 años, con su hijo de dos años, Musab, en el campo de refugiados de Dadaab. Cuando las cabras de su familia murieron en la sequía de 2016, la abuela de Nasteha la vendió (cuando tenía 12 años) para que se casara con un hombre que, según cuenta Nasteha, era lo bastante mayor como para ser su padre. El hombre la apaleó y la violó. Nasteha huyó a Dadaab, donde descubrió que estaba embarazada.
Las niñas recitan el Corán en una madrasa de Dadaab. Se supone que los campos de refugiados son soluciones temporales a las crisis graves, pero Dadaab, que abrió en 1991, es la prueba de que algunas crisis pueden prolongarse vidas enteras, una realidad probable para muchas personas que huyen del cambio climático. Los refugiados que viven en estos campos están aislados de la sociedad y no pueden salir para optar a oportunidades o construir un futuro.
Las organizaciones de ayuda humanitaria como Unicef indican que los matrimonios infantiles aumentan tras las sequías. En el Cuerno de África y en la mayoría de las regiones afectadas por el clima, las dificultades y el empobrecimiento contribuyen a que las familias decidan vender a sus hijas pequeñas para casarlas.
Nasteha Hassan Abdi, que tiene unos 16 años, es callada y tiene una sonrisa ávida y radiante. El conflicto en el sur de Somalia la dejó huérfana y hace cuatro años, cuando las cabras de su familia murieron en la sequía de 2016, su abuela la vendió a un hombre de su ciudad. Tenía 12 años. Nasteha desconoce la edad del hombre, pero dice que era tan mayor como un padre. «Antes me daba palizas. Se acostaba conmigo a menudo y no me gustaba», contó. Cuando lloraba, él le decía que había pagado por ella y podía hacer lo que quisiera.
Dos meses después, Nasteha huyó a Dadaab. Cuando llegó, descubrió que estaba embarazada.
Anab Mohamed Oogle corta leña a las afueras del campo de desplazados internos de Burao. Dice que le da miedo esta tarea, porque ya han violado a otras mujeres que recogían leña. Pero no tiene un hijo, así que debe hacerlo ella.
Una mujer espera frente al centro de apoyo a las víctimas de violencia de género del Comité Internacional de Rescate en el campo de refugiados de Dadaab.
Halima Hassan Mohamed, una mujer de unos 50 años que había conocido a Nasteha cuando era pequeña, la acogió. «Era muy joven», dijo Halima.
Nasteha lleva a su hijo de dos años, Musab, apoyado en la cadera y rara vez se aparta de Halima. Duermen en la misma habitación de la ordenada parcela familiar de Halima. Halima está enseñando a Nasteha cómo dirigir su propio negocio, una tienda de té en el campo, y fulmina con la mirada a los hombres cuyos ojos se posan sobre la niña. Compró a Nasteha un reloj Casio plateado, que es popular entre las otras adolescentes de Dadaab, para que no sienta tanto la presión de sus compañeras. Con todo, a Halima le preocupa que nunca acepten a Nasteha. Las otras niñas la llaman puta por haber tenido un bebé tan joven y sin marido. A veces, cuando Nasteha se queda mucho tiempo sola, Halima la encuentra llorando.
«Un padre puede morir y puedes sobrevivir», contó Halima, pero Nasteha no tenía madre, lo que es mucho peor. «Ahora es mi hija... La protejo como mejor puedo».
Deka Ali Ahmed reza en la parcela de su familia en el campo de desplazados internos de Burao. Vino aquí durante la sequía de 2016, en la que perdió 300 cabras y ovejas y 25 camellos. Muchos somalíes se enfrentan a un futuro incierto conforme el cambio climático imposibilita su forma de vida pastoril tradicional en el Cuerno de África.
La necesidad de una nueva mentalidad radical
El cambio climático está forzando la transformación sin precedentes de la cultura pastoral somalí, una transformación que exige una nueva mentalidad e innovación radicales, señaló Sarah Khan, de ACNUR. Pero añade que «creo que la mayoría de nuestras respuestas son activas. Aún tenemos que pensar de forma diferente y no estoy segura de quién lo hace».
Shukri Ismail, ministra de Medioambiente de Somalilandia, admite que los somalíes han degradado su entorno talando árboles para obtener carbón vegetal, pero las sequías que afligen a la región tienen poco que ver con eso. «El panorama general es que el mundo internacional, el otro mundo, también está destruyendo lo que tenemos... No tenemos industria. Los países industriales también asumen su parte de destrucción».
Según datos del Banco Mundial, las emisiones de carbono anuales de Somalia equivalen a un 0,00001685 por ciento del total global anual.
Los somalíes sacan muy pocos beneficios de la economía industrial moderna. Por ejemplo, Guude Aadan, de unos 50 años, cuenta que ha ido en coche cinco veces en toda su vida. Nunca ha volado en avión ni conoce a nadie que lo haya hecho. Ha visto a gente utilizar teléfonos móviles, pero ella ni siquiera ha sostenido uno. No tiene artículos que se hayan transportado desde China, Estados Unidos o Arabia Saudí. «Somos nómadas», contó. «No poseemos nada».
Ismail señaló que los países tienen que colaborar para abordar el cambio climático. «Lo que nos afecta aquí también afectará a otros países... Si sigue así, muchos países desaparecerán. Morirá mucha gente».
«Resulta extremadamente frustrante», dijo Khan. Las organizaciones de ayuda internacional suelen ignorar Somalilandia como si fuera un confín distante de la Tierra y los fondos inyectados en Somalia no se destinan a Somalilandia. «Parte de esto es el abandono», explicó. «Parte de esto es la pobreza extrema y la escala del problema. ¿Cómo puedes afrontar que más de medio millón de personas estén desplazadas en cuatro o cinco años?».
Los somalíes en campos de refugiados y de desplazados internos no tienen medios para sobrevivir salvo aceptar la ayuda gubernamental o humanitaria, y ciudades como Hargeisa, con una infraestructura y puestos de trabajo limitados, no pueden absorber a decenas de miles de expastores.
Khan cree que es posible ayudar a la gente de la región a adaptarse a una nueva realidad. Somalilandia tiene una costa larga y en desuso, y con mejor gestión, inversión y formación, los expastores podrían recurrir a la pesca. Otros podrían aprender aptitudes para prepararse para la vida en la ciudad, como convertirse en mecánicos o en electricistas. Las agencias de ayuda humanitaria y gubernamentales podrían destinar recursos hacia la recogida del agua de lluvia y construir embalses o cisternas en las aldeas para recoger la lluvia que caiga. Pero Khan apuntó que estas medidas requerirían más fondos de instituciones internacionales como el Banco Mundial.
La aldea natal de Guude, Topta, en el norte de Somalilandia, quedó abandonada tras la sequía de 2016. Ahora vive a dos horas a pie, en Hijinle, cerca de Lughaya, en la costa norte, donde depende de la ayuda humanitaria y de la generosidad de sus parientes. Se mudó aquí tras la muerte de su rebaño de 70 cabras y ovejas.
Guude recordaba que, cuando aún llovía en Topta, los árboles crecían y los animales comían. Se levantaba por la mañana rodeada de campos verdes salpicados de flores silvestres y plagados de cabras. Los aldeanos recogían kulan, una fruta amarga, de los árboles y cuando sus camellos comían kulan, su leche salía más dulce. Las familias tenían leche, mantequilla y carne suficientes para todos. Nadie tenía que ir a otros pueblos para pedir comida.
Guude contó que, aunque entonces no lo sabían, su vida en Topta era la definición de felicidad. «Eso es lo que más echo de menos», dijo. «Todo».
Aurora Almendral es periodista en el Sudeste Asiático. Ha cubierto el cambio climático y las migraciones en todo el mundo. Síguela en Twitter @auroraalmendral y visita su página web. Nichole Sobecki es fotógrafa colabroadora de National Geographic que se centra en los vínculos de la humanidad con el mundo natural. Autóctona de Nueva York, lleva ocho años viviendo en Nairobi. Síguela en Instagram y visita su página web.
Asma Dhama, Abdullahi Mire y Abdilahi Siciid Yusuf han contribuido al reportaje.