El racismo sistémico y el coronavirus matan a las personas de color. No basta con protestar.
Cuando terminen las protestas y pase la pandemia, ¿habrá cambiado algo para las comunidades de color de Estados Unidos?
Nicole Harney (izq.) y su hijo Justin frente a un mural de Malcolm X y Harriet Tubman en una protesta en Nueva York. Rompió a llorar cuando vio el vídeo de George Floyd llamando a su madre mientras moría. «Estamos hartos», dijo Harney. «No podía limitarme a Twitter ni a ninguna otra plataforma. Tenía que salir y manifestarme».
Los aplausos de las siete a los trabajadores esenciales de Nueva York me parecen hipócritas. Entiendo que es una ofrenda de solidaridad y empatía, pero no basta con un gesto. En esta ciudad, casi el 75 por ciento de los trabajadores de primera línea —cajeros de supermercados, operarios de autobuses y trenes, conserjes, repartidores de comida, personal de guarderías— son minorías. Aún no se les aprueban préstamos para comprar propiedades en los barrios donde trabajan y donde quieren vivir. No pueden encontrar alimentos nutritivos en sus vecindarios. Carecen de acceso a una atención sanitaria de calidad. El mundo en el que viven es inimaginable para muchos de los que aplauden cada noche desde sus casas.
Las partes de Nueva York más afectadas por la pandemia son mayoritariamente comunidades de color de ingresos bajos. La tasa de muertes entre las personas negras y latinas duplica la de los blancos, según datos preliminares. Los trabajadores esenciales que he fotografiado son las mismas personas que sufren el racismo sistémico y la violencia que ha impulsado una semana de protestas por todo Estados Unidos.
Los manifestantes avanzan hacia la Comisaría 77 de Brooklyn para protestar contra la brutalidad policial. Las protestas ofrecen un espacio para desahogar toda esa ira y frustración, pero el mensaje que demanda cambios duraderos se pierde, según el fotógrafo Ruddy Roye.
Una chica que viaja a bordo de un autobús por el Bronx lleva mascarilla. Se estima que el 75 por ciento de los trabajadores esenciales de Nueva York pertenecen a minorías.
Empecé a documentar las protestas contra el racismo y la brutalidad policial en 2012, cuando Trayvon Martin, de 17 años, falleció cuando un vigilante comunitario de Florida le disparó. Cada año, la narrativa de los disturbios y los saqueos asfixia los problemas reales. La conversación cambia antes de poder volverse productiva.
Este ciclo me pone enferma.
Una persona pasa frente a una iglesia que expone un cartel en el que aparece un Jesucristo enmascarado. Antes de las protestas, había menos gente de lo normal en las calles, pero muchas personas han tenido que salir para ganar dinero y poder pagar el alquiler.
Debido a la pandemia, se ha limitado el servicio de metro de Nueva York, aunque muchos residentes aún tienen que utilizarlo para llegar al trabajo. Muchos de estos trabajadores esenciales no pueden permitirse vivir en los barrios donde trabajan.
La muerte de George Floyd no es diferente de las de Eric Garner, Sandra Bland, Ahmaud Arbery o Mike Brown. Y sus muertes no son diferentes de la de Emmett Till. Solo cambian los años, nada más. Las conversaciones que escucho en las protestas están llenas de enfado y frustración, pero carecen de sustancia e historia. Entiendo la ira y la necesidad de liberarla. Al final, la ira desaparece. El fuego se extingue. ¿Qué nos queda después?
Tenemos que hablar de los problemas. Ahora mismo gritamos por un hombre —un padre, un cabeza de familia— asesinado en la calle por la policía. Pero estamos ignorando una historia mayor: desiertos alimentarios, falta de independencia económica, vigilancia policial racista. Hay que confrontar la naturaleza sistémica del racismo. De lo contrario, es como jugar al jenga: sacamos las piezas, las recolocamos y esperamos que la torre no se desmorone. Tenemos que reconstruirla desde los cimientos.
Un hombre que se autodenomina «Royal G» se coloca frente a un grupo de agentes de policía en una protesta. «La policía me ha maltratado dentro y fuera de la cárcel», dijo. «Tengo una hija de cinco años que se llama Jayde. Lo que haga hoy podría ayudarla a ella algún día, cuando llegue el momento. Quiero que se sienta orgullosa cuando lea sobre esta protesta y sepa que su papá estuvo allí».
Unos hombres trasladan cuerpos desde un monovolumen a la funeraria Andrew T. Cleckley de Brooklyn. La empresa perdió su licencia cuando los vecinos denunciaron que había cadáveres descomponiéndose en camiones sin refrigerar. El dueño y los trabajadores dicen que se vieron superados por el rápido aumento del número de víctimas de la pandemia.
Un padre camina con su hijo por Nostrand Avenue en Brooklyn. Sobre él, una pancarta exige que el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo cancele los alquileres debido a la pandemia. Los barrios en el estado más afectado por el virus poseen una de las relaciones precio vivienda-salario más elevadas.
¿Cómo podemos hacerlo? Deberíamos celebrar reuniones municipales en Union Square y en otras ciudades de Estados Unidos. La gente debería irse a casa sintiéndose empoderada, como si alguien hubiera extraído el veneno de sus heridas. Ahora mismo, llegas a una protesta con heridas supurantes y sales sin vendas ni apósitos. Las heridas se vuelven más profundas.
La pandemia de coronavirus ha puesto al descubierto las divisiones de nuestra ciudad. Antes de las protestas, la poca gente que veía por la calle yendo a trabajar y utilizando el transporte público era gente de color. Es un patrón del que formo parte. Los trabajadores esenciales se parecen a mí. Yo tampoco puedo permitirme quedarme en casa. Tengo que pagar el alquiler.
Un día lluvioso, Christian Estrada (izq.), director del United Bronx Food Pantry, y el voluntario Guillermo Brathwaite abren cajas de alimentos que distribuirán entre las más de 500 personas a las que sirven a diario. Los residentes de comunidades de bajos ingresos de Nueva York se han visto muy afectados por el virus y ahora muchos dependen en bancos de alimentos como este.
Un voluntario del DRUM (Desis Rising Up & Moving) prepara cajas de alimentos. La organización sin ánimo de lucro entrega comida a los miembros de la comunidad indo-caribeña y surasiática de Queens que no pueden conseguir comida por motivos económicos o de salud.
«Es aterrador ver cómo caen enfermos tus colegas y cómo mueren por lo mismo de lo que has visto morir a los pacientes», contó Rob Gore, médico de urgencias y profesor clínico del Departamento de Urgencias del Kings County Hospital-SUNY Downstate, que describe las condiciones estresantes que todos los trabajadores esenciales se han visto obligados a afrontar durante la pandemia.
Joan Martin y el resto de los enfermeros no han abandonado la residencia de ancianos de Queens donde trabajan, aunque muchos pacientes han fallecido por coronavirus. «Nos hemos quedado aquí porque nuestros pacientes nos necesitan», dijo. «Somos las enfermeras del Caribe y la piedra angular de este lugar».
La gente está aterrada. Un amigo mío que conduce un autobús para la Autoridad de Transporte Metropolitana describió el miedo que le embarga cuando la gente ve constantemente cómo mueren sus colegas. Más adelante, el médico Rob Gore, del SUNY Downstate Hospital de Brooklyn, me describió la misma sensación.
Tras visitar a aquel médico, conocí a un conductor; estaba sentado en un coche fúnebre frente al hospital. Si quieres ver algo ve a la funeraria Andrew T. Cleckley en Utica Avenue, me dijo. Allí vi dos camiones refrigerados, un tercer camión más pequeño y seis hombres que parecían fantasmas. La gente que trabaja en funerarias está desconcertada, pero estos hombres estaban agotados. «Es más que una película de terror», me contó uno de ellos. «Es la primera vez que veo algo así».
Andrew Cleckley, el dueño, hizo los preparativos para que pudiera fotografiar un funeral. En Jamaica, donde nací, dicen que tienes que llorar en un funeral. Lloras cuando naces y cuando mueres. Las lágrimas son los sujetalibros de la vida. Debido al distanciamiento social, los familiares que asistieron al funeral al que fui no pudieron abrazarse. Lloraron, pero me pareció un llanto silenciado.
Esta funeraria salió en las noticias cuando los vecinos informaron de que habían dejado cuerpos en camiones no refrigerados en la calle. Cleckley no lo admitió, pero tampoco lo negó. Me contó que recibe entre 20 y 30 llamadas al día, a todas horas, de personas cuyos seres queridos han fallecido en casa. Esa gente está histérica y desesperada. No sabía qué otra cosa hacer. «Es mi primera pandemia», me contó. Al final, le suspendieron la licencia.
Los familiares se despiden de Annie Lewis. Durante el servicio, los parientes de Lewis mantuvieron el distanciamiento social, pero se acercaron para cerrar su ataúd. Durante la pandemia, los funerales se han enmudecido, debido a las normas que limitan los servicios.
Cuando los vecinos denunciaron que estaban almacenando cuerpos en camiones no refrigerados en la calle, la funeraria de Andrew Cleckley se quedó sin licencia. «En plena pandemia, el teléfono no paraba de sonar. Las familias de Brooklyn tenían seres queridos que morían en casa y todas las morgues estaban al máximo de su capacidad», dijo. «Hice lo que pude. ¿Habría hecho las cosas de otro modo? Sí, por supuesto, pero la retrospectiva es para aquellos con experiencia. Esta fue mi primera pandemia».
Los trabajadores esenciales hacen todo lo que pueden. Algunos prometieron y tomaron la decisión moral de ayudar. Pero para la mayoría, la decisión es económica. Si los caseros cancelaran el alquiler, más gente se quedaría en casa. Las comunidades más afectadas de Nueva York también tienen los costes de viviendas más elevados. De las familias de color de Nueva York, se estima que la mitad destinan más del 30 por ciento de sus ingresos a pagar el alquiler. Para conservar sus casas, estos trabajadores no pueden confinarse.
En muchos sentidos, en Estados Unidos no estamos juntos en esto. La empatía que impulsa los aplausos de las siete tiene límites y fecha de caducidad. La participación de la comunidad blanca suele acabar tras marchar por la calle con un trozo de cartón un par de días. ¿Cuántos de quienes aplauden han escrito a su ayuntamiento en nombre de las comunidades de color? Los políticos no escuchan a las personas de color hasta que necesitan su voto. Cuando no hay una pandemia, ¿quién habla en su nombre?
Los manifestantes protestan frente al Barclays Center, en Brooklyn, antes de dirigirse hacia Manhattan por el puente de Brooklyn.
Por eso las protestas de Nueva York me parecen extrañas, insinceras, casi surrealistas, una apropiación. Al principio, no quería salir y ver a los blancos con pancartas en las que dicen que entienden mi rabia. Pero tampoco podía quedarme en casa. Quería mostrar la agonía de las comunidades donde vivo a través de personas como Nicole Harney, que me contó que gritó cuando vio el vídeo de George Floyd llamando a su madre muerta. Pensó en su propio hijo, Justin, de 23 años, y decidió que ya no podía limitarse a publicar tuits. Tenían que salir y marchar.
En las imágenes históricas de las protestas por los derechos civiles, las personas negras representaban un 90 por ciento de esas multitudes. Era nuestro enfado, nuestra ira, nuestra sangre. Esta semana, he visto a muchas más personas blancas que negras en las calles. Creo que las personas negras se sienten desilusionadas. Vivimos en un sistema que lleva 400 años castigando a las personas de color, tanto antes como después de la abolición de la esclavitud. Cuesta imaginarse el triunfo de una revolución cuando las personas de estas manifestaciones no reflejan a las más afectadas. Prefiero ver solo a personas negras saqueando, causando disturbios y siendo detenidos. No apruebo estas tácticas, pero al menos sabríamos que la ira es auténtica.
Como los hospitales y los centros médicos de Nueva York están al máximo de su capacidad, hay gente que se ha quedado en los alrededores «en caso de que necesite ayuda rápido», como dijo un hombre.
Un residente de Brooklyn retransmite en directo la vida en Brooklyn y la «nueva normalidad» en su cuenta de Instagram. Los neoyorquinos utilizan la pandemia como oportunidad para contar sus propias historias sobre lo que significa vivir en esta época.
En lugar de marchar o arrodillarse en solidaridad, los blancos que quieren ver cambios deberían volver con sus amigos y familiares con mensajes y planes de acción para arreglar sus comunidades. Los que están «concienciados» necesitan concienciar a los demás. Trasladar la lucha a lugares a los que las personas negras no tienen acceso. No creo que una protesta sea el lugar idóneo para educar al público estadounidense en general. La ira, no la razón, es lo que suele impulsar estas protestas.
Al observar cómo se producen en paralelo la pandemia y las protestas, me acuerdo de un encuentro que tuve en Mobile, Alabama, hace unos años. Un hombre blanco me llevó a conocer a su madre, una mujer negra. Pensé que bromeaba, pero no. Esta mujer había servido de muñeca viva para que la madre de este hombre jugara con ella cuando era niña. Cuando la madre del hombre creció y tuvo hijos, esa misma mujer negra crió a esos hijos. Asistieron a buenos colegios, colegios donde los hijos de la mujer negra no eran bien recibidos. Rara vez veía a sus propios hijos y nadie los defendía.
Un homenaje a Lloyd Porter, que falleció por complicaciones de la COVID-19, en la esquina de MacDonough y Stuyvesant en Brooklyn. Porter, que era actor, fundó Bread Stuy, una panadería muy popular en el barrio de Bedford-Stuyvesant. Falleció de repente tras un mes en el hospital, sin su mujer ni su hija a su lado. Tenía 49 años.
Aquella historia de Alabama nunca me abandona. Vive en mi consciencia. Cambia mi forma de ver el mundo. Por eso sé que el lugar que ocupan en la sociedad los trabajadores esenciales no cambiará. Ahora mismo se les ha elevado como héroes porque parece una forma simbólica de participar, pero dentro de poco los olvidaremos.
Estados Unidos volverá a la normalidad cuando las protestas y la pandemia pasen. La gente dejará de aplaudir a los trabajadores esenciales a las siete de la tarde. Los hombres y las mujeres que han arriesgado sus vidas y han visto cómo fallecían sus compañeros volverán a ser solo personas negras que viven en Bedford-Stuyvesant o Washington Heights o Queens.
Pero no olvidaremos las protestas. Seguiremos escuchando los millones de dólares en daños causados a los comercios y a la propiedad pública. Escucharemos los dólares y los centavos. No oiremos nada acerca de la lucha ni de las personas cuyos derechos fueron pisoteados por la policía. El ciclo seguirá intacto.
Radcliffe “Ruddy” Roye es un fotógrafo jamaicano que vive en Brooklyn. Ha cubierto las consecuencias del huracán Katrina, el movimiento Black Lives Matter, la indigencia crónica y los temas de la raza y la justicia en proyectos como Black Portraiture, I Can’t Breathe y When Living is a Protest. Visita su página web y síguelo en Instagram.