En Nagorno Karabaj, las personas afrontan las consecuencias de la guerra y la COVID-19
«Es peligroso», dice una enfermera que trabaja en la región del sur del Cáucaso, marcada por la guerra. «No sabemos qué va a pasar ahora».
Un hombre visita un cementerio militar en Stepanakert, capital de Nagorno Karabaj. Una guerra de seis semanas entre Azerbaiyán y Armenia por el territorio en disputa dejó más de 5000 muertos y decenas de miles de desplazados.
Hace dos décadas, Khanum y Volodya Grigoryan plantaron un peral en su nuevo jardín, donde habían empezado de cero por segunda vez.
En 1988, habían huido de una reacción violenta contra la etnia armenia en Azerbaiyán y se habían establecido en la vecina Armenia. Aguardaron mientras Armenia y Azerbaiyán entablaban una guerra por Nagorno Karabaj, una región disidente en el sudoeste de Azerbaiyán habitada principalmente por armenios. El conflicto terminó cuando los armenios se hicieron con el control de Nagorno Karabaj y siete distritos azerbaiyanos, entre ellos Kalbajar (que los armenios llaman Karvachar). Todos los habitantes azerbaiyanos de Kalbajar —unas 60 000 personas— fueron expulsados y los armenios étnicos, entre ellos Khanum y Volodya, se asentaron en la región.
Un convoy de fuerzas de paz rusas entra en Kalbajar, uno de los distritos devueltos a Azerbaiyán conforme al alto el fuego mediado por Rusia.
Los armenios obligados a huir de Kalbajar estaban decididos a no dejar nada a los azerbaiyanos, incluidos los árboles de los que podrían obtener leña.
Amigos, parientes y trabajadores ayudan a Khanum Grigoryan, de rojo, y su marido Volodya a cargar sus pertenencias en un camión.
Algunos residentes armenios prenden fuego a sus casas para impedir que los azerbaiyanos vivan en ellas.
La pareja construyó su casa sobre los cimientos de una antigua residencia, añadiendo poco a poco comodidades como electricidad y agua corriente. El peral creció y dio frutos. Khanum llenó las estanterías de su pequeña cocina con conservas del huerto y pintaron las paredes del salón de color turquesa. Detrás de su casa, en una ladera rocosa que sobresalía hacia el cielo, las ruinas de una casa abandonada servían de recordatorio de los anteriores ocupantes azerbaiyanos del valle.
La pareja esperaba quedarse aquí el resto de sus vidas. Pero en septiembre del 2020 se desató una guerra y, esta vez, Azerbaiyán se impuso. Conforme a un alto el fuego mediado por Rusia, Armenia accedió a devolver a Azerbaiyán los territorios incautados en la primera guerra de Nagorno Karabaj, Kalbajar incluido. En noviembre, Khanum (60) y Volodya (61) volvieron a hacer las maletas. A su alrededor, sus vecinos hicieron lo mismo. Los leñadores acudieron en bandada a las laderas, donde recolectaron todo lo que pudieron de la tierra antes de que cambiara de manos. Cuando vinieron a por el peral, Volodya los detuvo. Todavía esperaba que Khanum y él pudieran quedarse. «Olvídalo», le dijo su mujer. «Se acabó».
Los parientes y amigos de la pareja cargaron todas las posesiones que cabían en el maletero de una camioneta: un sofá desgastado de color mostaza; los tarros que utilizaba Khanum para encurtir coliflor; la estufa de leña con la que calentaban su hogar. Desenterraron sus rosas y metieron las raíces en jarras de plástico llenas de agua. Ella lo supervisó todo desde el umbral de la puerta, entrecerrando los ojos tras sus gafas rectangulares y dando instrucciones. Cuando terminaron, les preparó la comida con pan, queso y vodka casero.
Volodya Grigoryan (derecha) comparte una última comida y un vodka en su casa antes de que su mujer y él abandonaran Kalbajar.
«Bebamos por nuestros héroes», dijo ella mientras todos alzaban sus vasos. «Han matado a muchos de nuestros jóvenes en la guerra. Solo quiero paz. Los armenios siempre hemos sufrido por esto».
Volodya cerró la puerta por última vez. De nuevo, se habían quedado sin hogar.
Ciclo de conflicto
La guerra de seis semanas entre Armenia y Azerbaiyán dejó más de 5000 muertos, decenas de miles de desplazados y, además, provocó un brote descontrolado de COVID-19, ilustrando que la guerra puede ser un caldo de cultivo para el virus. Y el alto el fuego ni siquiera resolvió el prolongado conflicto. Aunque miles de azerbaiyanos desplazados en los años noventa podrán regresar a lo que queda de sus casas, miles de armenios se han visto obligados a abandonar las suyas. Los armenios temen por la preservación de su patrimonio cultural en el territorio devuelto a Azerbaiyán, así como por la preservación de su propio futuro en una tierra donde han vivido a lo largo de generaciones.
La enfermera Gayane Mkrtchyan atiende a Hrant Israelyan en el hospital de enfermedades infecciosas de Stepanakert. Israelyan y su mujer, Naira, padecen COVID-19. La guerra ha provocado un aumento de los casos de coronavirus.
Mkrtchyan cree que contrajo la COVID-19 poco después del comienzo de la guerra. Siguió trabajando porque «no teníamos personal suficiente», dice.
Para protegerse de los bombardeos durante la guerra, el personal del Hospital de Haterq se trasladó al sótano para comer y dormir.
Un hombre con un supuesto caso de COVID-19 es tratado en el hospital de enfermedades infecciosas de Stepanakert. Los protocolos estrictos, como el uso de mascarillas, se dejaron de lado cuando los profesionales sanitarios se vieron abrumados con los heridos de guerra.
Las raíces del enfrentamiento se remontan a hace más de un siglo, hasta el fin de los imperios ruso y otomano, pero el conflicto moderno comenzó en los años finales de la Unión Soviética. Nagorno Karabaj era una región autónoma de la república soviética de Azerbaiyán, pero en 1988 su población mayoritariamente armenia demandó unirse a la república soviética de Armenia. Cuando la confederación comunista se desintegró, la disputa se convirtió en una guerra que dejó entre 20 000 y 30 000 muertos y desplazó a más de un millón de personas, la mayoría azerbaiyanas. Nagorno Karabaj se autodeclaró república independiente, una designación que ni Azerbaiyán ni el resto del mundo han reconocido. Tras un alto el fuego de 1994, el conflicto se paralizó, brotando en enfrentamientos ocasionales.
Un combatiente armenio es ingresado en el Centro Médico Republicano en Stepanakert. Resultó herido en una batalla por la localidad clave que los armenios llaman Shushi y los azerbaiyanos, Şuşa.
Cuando volvió a estallar el conflicto el 27 de septiembre del 2020, el mundo estaba distraído y consumido por la pandemia de COVID. Azerbaiyán invalidó las defensas de Armenia con ataques de drones y lanzó ataques de artillería en zonas civiles, entre ellas Stepanakert, capital de Nagorno Karabaj. Las fuerzas armenias atacaron zonas civiles de Azerbaiyán con misiles.
En cuestión de semanas, más de la mitad de los 150 000 habitantes de Nagorno Karabaj habían huido a Armenia. En Stepanakert, las ramas de los caquis estaban a rebosar de frutos naranjos sin cosechar. Las ventanas estaban reforzadas con bolsas de arena y cinta adhesiva, y los aullidos de las sirenas y las bombas subsiguientes se convirtieron en un sonido familiar. Aquellos que se habían quedado en la ciudad se refugiaron en los sótanos hacinados de la ciudad. Allí eran vulnerables a la COVID.
El pabellón de COVID-19 del Centro Médico Republicano quedó abandonado tras los daños causados por los bombardeos.
Un frente diferente
Antes del comienzo de la guerra, Nagorno Karabaj había conseguido mantener el virus a raya con controles fronterizos, rastreo de contactos y aislamiento estricto de los casos, incluso cuando repuntaron en la vecina Armenia. Gayane Mkrtchyan, enfermera del Centro Médico Republicano, el principal hospital de Stepanakert, recibió formación especial para tratar a pacientes de COVID en el verano. Llevaba equipo de protección de pies a cabeza para tratarlos: mascarilla, pantalla facial, guantes, gafas y traje de protección. Tras salir del pabellón, se duchaba. En julio, las autoridades sanitarias abrieron un nuevo laboratorio para analizar muestras en Stepanakert, en lugar de enviarlas a Armenia.
Pero cuando empezó la guerra, las medidas preventivas como el rastreo de contactos cesaron de repente, pese a que las personas se hacinaban en los sótanos. Era cada vez más difícil realizar pruebas y los médicos abandonaron los protocolos mientras intentaban atender a los heridos. Los voluntarios médicos y militares de Armenia, donde los casos se habían octuplicado en los dos meses previos al comienzo de la guerra, cruzaron la frontera, trayendo el virus con ellos. Se extendió como la pólvora por el hospital y por la población. «He tenido COVID, todos los médicos han tenido COVID, todos los enfermeros han tenido COVID», cuenta Mher Musayelyan, director del hospital. El personal sanitario, abrumado, siguió tratando a los pacientes pese a estar infectado. Casi una semana después de que empezara la batalla, Mkrtchyan tenía fiebre y tos. No se hizo una prueba de COVID, pero sospecha que contrajo el virus. «Ni siquiera podíamos tumbarnos para dormir. No teníamos personal suficiente, así que tuvimos que seguir trabajando», cuenta.
El padre Andreas reza en la catedral de Ghazanchetsots en Şuşa, días antes de que las fuerzas azerbaiyanas tomaran la localidad.
En Stepanakert, un coche ha sufrido los daños de la artillería.
En Stepanakert, un hombre llora junto a una camilla ensangrentada frente al Servicio de Urgencias del Centro Médico Republicano.
Un convoy ruso pasa por un control militar armenio en la frontera entre Armenia y el distrito de Kalbajar.
Una tarde de principios de noviembre, Mkrtchyan estaba haciendo las rondas para vigilar a los pacientes en la clínica de enfermedades infecciosas de la ciudad, convertido en un hospital de COVID improvisado cuando el hospital principal sufrió un ataque con misiles azerbaiyanos. Todos los pacientes eran ancianos: demasiado mayores o testarudos para huir, pero también unos de los más vulnerables a la COVID. Mkrtchyan brillaba como un astro mientras se movía por el edificio triste con su traje protector de color azul. Ya no llevaba pantalla facial ni gafas. A veces ni siquiera llevaba mascarilla. «Ahora ya no prestamos atención a los protocolos», afirma. «Como vemos todas estas cosas horribles y estamos tan estresados, consideramos [la COVID] una preocupación secundaria».
En un día templado de otoño, Mkrtchyan salió con otras dos enfermeras para tomarse un descanso. Arina Sarkisyan, una mujer enjuta, llevó unos vasos con café solo. Otra repartió caquis. Las mujeres compartían un vínculo estrecho: las tres habían enviado a sus hijos a Ereván, capital de Armenia, en cuanto comenzó la guerra y las tres tenían maridos combatiendo en el frente. Vivían en el hospital, trabajaban casi sin descanso y se turnaban para dormir en unos pequeños catres en una habitación diminuta. Hablaban del hospital como su propio frente. Mkrtchyan dijo a sus dos hijas, a las que no había visto desde que comenzó la guerra, que si ella o su marido no volvían, «no lloréis. Sentíos orgullosas de nosotros porque vuestros padres son héroes».
Cerca de la aldea de Kramord, los jóvenes soldados armenios Vrezh Tamamyan, Harutyun Petrosyan y Gevorg Khachatryan mantienen una posición a poca distancia de los soldados azerbaiyanos en una ladera vecina.
Una huida repentina
Solo una semana después, Mkrtchyan y Sarkisyan tuvieron que evacuar la clínica con 10 minutos de preaviso. Las fuerzas azerbaiyanas habían entrado en Şuşa, que los armenios llaman Shushi, una ciudad de montaña con vistas a la capital, y los residentes aterrorizados huyeron de Stepanakert. A Sarkisyan no le dio tiempo a llevarse sus objetos personales. Viajó en una ambulancia con cinco soldados heridos, tratando sus lesiones por el camino.
El primer ministro de Armenia, Nikol Pashinyan, enseguida accedió a un alto el fuego mediado por Rusia, cuyas condiciones enfurecieron tanto al pueblo armenio que la gente salió a las calles de Ereván para protestar. Azerbaiyán mantendría el territorio de Nagorno Karabaj que había ganado en el conflicto y Armenia devolvería los distritos azerbaiyanos circundantes, como Kalbajar, que sus fuerzas habían capturado en los años noventa. Enseguida llegaron soldados rusos para garantizar el cumplimiento del acuerdo.
Al igual que muchos armenios, para Sarkisyan el trato fue una rendición. «Si Pashinyan iba a entregar las tierras, debería haberlo hecho desde el principio, sin matar a nuestros hombres en la batalla», afirma. Perder los distritos circundantes ocupados por los armenios hizo que se sintiera vulnerable, ya que habían proporcionado un colchón defensivo contra Azerbaiyán. Como el recuerdo del genocidio armenio a manos del imperio otomano un siglo antes seguía reciente, el apoyo de Turquía a Azerbaiyán avivó sus temores, así como los atroces vídeos que circulaban por Telegram, una plataforma de mensajería en la nube, que supuestamente mostraban a soldados azerbaiyanos decapitando a armenios, mutilando sus cadáveres y maltratando a soldados capturados. Amnesty International autentificó algunos de los vídeos, así como otros en los que aparecían fuerzas armenias maltratando a los azerbaiyanos. Los grupos defensores de los derechos acusaron a las fuerzas de ambos bandos de cometer crímenes de guerra.
En el monasterio de Dadivank, en Kalbajar, Lilit Galstayan llora mientras ve cómo arde su casa en el valle. «Me siento como si tuviera la espalda rota y no fuera capaz de ponerme de pie», dijo.
Dentro de la iglesia medieval, un visitante enciende velas.
Aunque los azerbaiyanos y los armenios habían vivido como vecinos en Nagorno Karabaj hasta hace tres décadas, ambos bandos niegan la historia y los vínculos del otro con la tierra. Muchos armenios temen la destrucción de su patrimonio cultural en el territorio que ahora controla Azerbaiyán. Los miedos no son infundados: tras la primera guerra, los monumentos culturales armenios, como iglesias y cementerios, fueron destruidos en el enclave azerbaiyano de Najicheván; en Nagorno Karabaj se dañaron mezquitas y cementerios azerbaiyanos; y la ciudad azerbaiyana de Agdam fue destruida cuando los armenios la capturaron. Durante la guerra más reciente, Azerbaiyán bombardeó en dos ocasiones una catedral armenia en Şuşa y hay vídeos que muestran cómo la pintarrajeaban con grafitis poco después de que Azerbaiyán capturara la ciudad.
Muchos armenios temían el destino de uno de sus lugares históricos más preciados: el monasterio medieval de Dadivank. Las elegantes iglesias de piedra de Dadivank, ubicadas en la ladera de una montaña en Kalbajar, se habían construido sobre restos más antiguos y son la prueba del vínculo histórico de los armenios con la región.
En una mañana fría de noviembre, días antes de que Kalbajar fuera entregado a Azerbaiyán, cientos de personas acudieron en masa al monasterio por última vez, temían. Los fieles, abarrotados en una catedral pequeña y oscura, se empujaban mientras intentaban llevar a sus hijos hacia el sacerdote, que realizaba un bautismo tras otro. Fuera, una mujer pasaba su mano sobre la inscripción medieval armenia grabada en la piedra. Los jóvenes esperaban en fila para sacarse fotos con los dos enormes jachkar, cruces de piedra grabadas que los armenios han utilizado desde el medievo como monumentos y conmemoraciones.
Las personas desplazadas de Nagorno Karabaj buscan refugio en el Hover Boutique Hotel de Dilijan, Armenia.
La familia Hakobyan (Arina a la izquierda y Angelina a la derecha) volvió a su casa de Nagorno Karabaj tras el alto el fuego.
La familia Hakobyan volvió a su casa en Nagorno Karabaj tras el alto el fuego.
En el cementerio militar de Stepanakert, Arevik Aranesyan llora a su marido, que murió en combate.
De repente, el cielo sobre el monasterio se llenó de un denso humo gris y una multitud se congregó en la cresta junto a complejo. Más abajo, una casa ardía. Su dueño, el guardia del monasterio, se sentó una roca y lloró, limpiándose las lágrimas con un paño azul. Al igual que muchos habitantes de la región, había prendido fuego a su hogar para no dejárselo a los azerbaiyanos. Pero sus lágrimas eran por el monasterio, dijo. «Podemos construir casas nuevas, pero no podemos construir un nuevo Dadivank».
El abad, el padre Hovhannes, intentó consolar a los peregrinos sollozantes. «No vamos a irnos. Vamos a quedarnos aquí», dijo. «Esto nos pertenece. Nunca estará separado de nosotros. Los [azerbaiyanos] no tienen la historia, así que no podemos dejárselo a ellos».
A pesar de sus palabras, al día siguiente los obreros se llevaron todo lo que pudieron. Fuera de la catedral, el rugido de un generador, cuyo cable serpenteaba a través de la pesada puerta de madera, resonaba en las paredes de piedra. El estrépito de la maquinaria hacía eco en el interior, donde los obreros estaban retirando los frescos. Quedaban dos nichos vacíos donde habían estado los jachkar. La campana de la iglesia se encontraba sobre un palé de madera, esperando a que la cargaran en un camión. Las fuerzas de paz rusas llegaron para proteger el lugar y aparcaron sus vehículos blindados a la entrada del monasterio.
De vuelta a casa
Mientras la camioneta trasladaba los tesoros del monasterio a Armenia, pasó frente a decenas de columnas de humo que salían de las casas incendiadas. En un cementerio de la localidad de Kalbajar, habían desenterrado los cuerpos de dos tumbas. La carretera estaba atascada con camionetas que llevaban montones de objetos personales de aquellos que huían.
En la dirección contraria circulaban autobuses llenos de personas que volvían a Stepanakert, que iba a quedar en manos armenias. La ciudad volvía a la vida en silencio tras la entrada en vigor del alto el fuego el 10 de noviembre. Los empleados municipales mayores rastrillaban las hojas en el centro de las rotondas. Los residentes recogían los cristales rotos de sus ventanas y empezaban a sacar los escombros de sus viviendas bombardeadas. Las personas de luto llevaban flores de plástico a hileras de tumbas recientes en el cementerio militar.
El marido de Lili Gabrielyan desapareció en combate. Extrajeron una muestra de ADN a su hijo de tres años, Suren, para compararlo con los restos no identificados.
Las personas desplazadas que regresan de Armenia llegan al centro de Stepanakert.
Arina Sarkisyan, enfermera, se reunió con sus hijos Mariam (izquierda) y Narek en Tsagzhedor, Armenia, cuando Stepanakert fue evacuada. Ya han regresado a Stepanakert.
Sarkisyan también volvió. No fue decisión suya: los empleados hospitalarios habían recibido instrucciones de volver a trabajar o perderían su empleo, contó. Los casos de COVID estaban aumentando de nuevo a medida que la gente traía el virus desde Armenia y la necesitaban en el trabajo. Ella y sus hijos, Narek, de 11 años, y Mariam, de 12, volvieron a casa en autobús.
Su piso, en un bajo, estaba tal y como lo habían dejado. Un jardín resguardado y orientado hacia el oeste recibía el sol vespertino de invierno y Narek salió para inspeccionar los pocos pimientos verdes que quedaban en las plantas que había cultivado. Una vecina lo llamó desde una ventana y él sonrió, contento de estar en casa. Pero Sarkisyan no estaba segura de cuánto tiempo se quedarían. «Nos fuimos con un corazón contento, aunque fuera por la guerra, porque pensábamos que estábamos protegidos», cuenta. «Pero volvimos rotos y muy tristes».
Duda de que haya un futuro para sus hijos aquí, así que dice que empezará a buscar una forma de marcharse, quizá a Armenia o Rusia. Muchos de sus amigos están haciendo lo mismo. «Vivir aquí es peligroso», dice. «¿Y ahora qué? No sabemos qué va a pasar ahora».
Kristen Chick es una escritora afincada en el Reino Unido. Se centra en el género, el conflicto y las migraciones. Síguela en Twitter @kristenchick.
Anastasia Taylor-Lind es una fotoperiodista anglo-sueca que cubre temas relacionados con las mujeres, la guerra y la violencia. Es una fotógrafa de National Geographic, miembro de TED y miembro de Harvard Nieman 2016. Ha trabajado antes en Nagorno Karabaj, informando sobre el Programa de Fomento de la Natalidad, que da pagos en efectivo por cada bebé nacido en la región, así como ayuda social para familias numerosas. Para ver su trabajo, síguela en Instagram.
Sara Khojoyan y Aza Andreasyan contribuyeron a este reportaje.
Este artículo ha sido apoyado en parte por el COVID-19 Emergency Fund for Journalists de la National Geographic Society.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.