Las relaciones entre padres e hijos en un Yemen devastado por la guerra
El camino de los niños para convertirse en hombres se ha visto alterado por el conflicto armado y una economía destrozada.
En una tranquila tarde de un jueves de mayo, Yahya Abdulla se sienta con las piernas cruzadas sobre el alféizar tras una vidriera en Dar al Hajar, hogar del último líder religioso del norte de Yemen. Desde su posición en el palacio convertido en atracción turística, el guía y profesor de instituto de 40 años crea planes de estudio para los próximos exámenes finales. Serán los últimos exámenes antes del Ramadán, una celebración religiosa que dura un mes, practicada por los musulmanes y centrada en el ayuno y la oración.
Yahya suele traer a su hijo y le enseña en ese mismo alféizar, prestando especial atención a sus clases de inglés. Cuando Yemen todavía tenía turistas, los visitantes observaban con cariño a padre e hijo mientras leían juntos en silencio libros ilustrados en lenguas extranjeras. Ahora, no hay turistas extranjeros y los visitantes locales escasean; solo viene alguna familia o pareja de Saná que quiere respirar el aire de la montaña en Wadi Dhahr, una región junto a un cauce seco en el valle.
Yahya deja a un lado sus papeles, suspira y piensa en tiempos mejores, antes de la guerra.
«Estamos exhaustos. Trabajo duro por mis niños, pero pongo especial esfuerzo en mi hijo», afirma Yahya. «Ahora tiene 13 años. Antes de la guerra, solo estudiaba, pero ahora lo veo buscando trabajo... intentando convertirse en un hombre».
Yemen atraviesa su cuarto año de guerra. Los hutíes, un grupo local político y religioso, tomaron el control de gran parte del país a principios de 2015, alegando que erradicarían la corrupción y traerían una nueva «revolución del pueblo» tras un periodo de transición fallido posterior a la primavera árabe. El presidente Abdrabbuh Mansour Hadi huyó —primero al sur, luego a Arabia Saudí— dejando en su lugar la furia de una coalición árabe y occidental que ha destrozado sin piedad infraestructuras, instalaciones sanitarias, negocios, casas de civiles y sedes militares yemeníes mediante ataques aéreos.
Los hutíes y sus adversarios, entre ellos grupos locales unionistas y milicias financiadas por los Emiratos Árabes Unidos, luchan ahora en varios frentes de la frontera norte, al este de Saná en Marib y en la ciudad meridional de Taiz. Los departamentos de las Naciones Unidas han registrado oficialmente entre 8.000 y 13.000 víctimas civiles, mientras que otras organizaciones han registrado cifras completamente diferentes. A pesar de todo, las autoridades estiman que las cifras reales son mucho mayores y señalan la dificultad de contabilizarlas de forma fiable en una zona en guerra.
El conflicto y la crisis económica consiguiente no solo han puesto a prueba los recursos de Yemen, sino también sus vínculos y relaciones familiares, especialmente las relaciones padre-hijo. Los padres que antes podían mantener a sus familias ahora pasan apuros, y sus hijos están dispuestos a asumir una mayor responsabilidad. Algunos padres se alegran de que sus hijos trabajen. Otros, como Yahya, preferirían que estudiasen, incluso si implica una pérdida económica.
El profesor de Jidr
Yahya no es el único con estas prioridades. Hussein al Tawushi, director del colegio en el que enseña, insta a los estudiantes a seguir yendo a clase. «Para nosotros, la educación es vida, no solo un papel», afirma. «Los padres ayudan y asumen mucha responsabilidad, más trabajos para que sus hijos puedan estudiar». El colegio se adapta a los estudiantes que trabajan e incluso les da de desayunar. Como resultado, registran un índice de asistencia del 80 por ciento, muy superior al 50 por ciento que esperaban.
El personal también se responsabiliza de los estudiantes. «Les decimos a los alumnos que no solo tienen padres en casa, sino en otras partes. Como profesores, también somos sus padres», afirma, riendo entre dientes.
El día después de los exámenes, de vuelta a casa, Yahya da una larga vuelta por la aldea. Los edificios del centro, torres de adobe históricas y bien conservadas con diseños de yeso zigzagueantes, dan pie a estructuras de hormigón gris de una sola planta en las afueras. Pese a su túnica blanca, limpia y planchada y su decoroso cinturón bordado en oro en el que lleva su jambiya (una daga yemení tradicional), Yahya vive con el sueldo de un profesor. Su casa familiar, sencilla pero cómoda, se encuentra a las afueras de la ciudad.
«Mi padre fue duro conmigo y mi abuelo lo fue antes que él», afirma Yahya mientras llama a la puerta de hierro cubierta con una gruesa capa gris. «En un sentido tribal. Eran estrictos, aplicaban medidas disciplinarias y nos obligaban a trabajar, pero tuve una educación. Quiero que mi hijo siga un camino diferente».
La puerta se abre y la mujer de Yahya le da la bienvenida con una sonrisa. Salah, de 13 años, está en la habitación de invitados, un espacio exiguo con delgadas alfombras dispuestas sobre el suelo y una televisión pequeña colocada sobre un armario en la esquina. Salah tiene la vista clavada en su libro de inglés. Mira a su padre, que se sienta y empieza a revisar un relato acerca de unos adolescentes que rescatan a un gato de un árbol. Salah hace preguntas tímidamente, a veces en árabe y, cuando su padre se lo pide, en un inglés vacilante. El uno junto al otro, identifican palabras difíciles y las pronuncian hasta que deciden que es hora de salir a caminar antes de comer.
Deciden ir a un cementerio histórico, una ruta que suele completarse en un par de horas, pero Salah aumenta el ritmo saltando a lo largo de los barrancos rocosos cubiertos de arbustos espinosos. Junto a hombres del barrio ansiosos de vivir aventuras, niños de la aldea y lugareños encargados de proteger las tumbas, Salah da la mano a su padre mientras suben por la colina.
«Mi padre siempre nos está enseñando; no me deja alejarme de casa», afirma sin quedarse sin aliento mientras camina cuesta arriba.
«Quiero ser piloto, quizá piloto militar... Los niños que van a la guerra ahora morirán sin beneficio alguno». Reconoce que ambos bandos son corruptos en la guerra y, cuando le pregunto cómo podría unirse a un ejército si todos los bandos son corruptos, él y su padre se ríen.
Yahya se detiene sobre una roca de camino a casa, rodeado por niños.
«La sociedad está agotada, pero nos adaptamos a los retos de la guerra. La guerra no ha cambiado nuestra relación por completo», afirma con decisión.
Salah se sienta solo, ocupando cómodamente su propio espacio, un niño que apenas es un adolescente, pero que está al borde de la edad adulta en la sociedad yemení. Yahya le invita a acercarse; Salah se niega. A Yahya no parece molestarle la falta de afecto.
«Aquí tenemos un dicho: Un día, es tu hijo; al día siguiente, es tu hermano. Por eso hago lo que puedo para tratarlo como mi hijo y mi hermano».
El pescador de Bir Fuqum
Muchos factores determinan la educación de un niño yemení: la geografía, entre el norte montañoso y el sur costero; el estilo de vida, entre familias rurales agrícolas y familias urbanas cuyos hijos suelen tener libertad; y la economía, entre quienes pueden permitirse dar prioridad a la educación y aquellos para quienes el colegio es un empeño inútil.
En Adén, la principal ciudad portuaria del sur de Yemen, el conflicto activo ha disminuido, pero la crisis económica persiste. A los hombres con una educación les cuesta encontrar trabajo. Quienes traen un salario a casa suelen ser jornaleros, ya que el gobierno y las empresas privadas siguen teniendo dificultades. Por eso Shafai Saleh Hadi, pescador de mediana edad, no manda a sus hijos al colegio: cree que la educación no les ayudará a ganarse la vida.
Shafai, un hombre de baja estatura que se ríe con facilidad y lleva chales que combinan con su camisa, está sentado en el suelo de su choza de hormigón junto al mar, atando nudos en una red que ha comprado hace poco. El material verde, parecido al hilo, se extiende de una pared a otra. Es un pescador de primera generación. Tras haber pasado su infancia viendo cómo su padre, empresario, viajaba a Jordania durante meses, le atrajo la calma y el ritmo del mar, un oficio que podía transmitirse de padres a hijos.
«Trabajar en el mar es lo mejor. Podemos vivir de la tierra. No tenemos que contar con nadie más. La gente de la ciudad tiene hambre, sus hijos son vagos y corretean por ahí sin trabajar», afirma, dándole los extremos de la red a su hijo mayor, Musa. Este, de 14 años y con mechones rubios por pasar tanto tiempo al sol, sonríe, pero solo habla cuando su padre le propina un codazo.
«La pesca está bien. Nos ganamos la vida», afirma, mientras se cura un corte en el pie hecho por un erizo de mar envolviéndolo en servilletas y una bolsa de plástico.
Shafai prosigue: «Nuestra vida y nuestro trabajo están en el mar. Puedo enseñar el oficio a mis hijos y ellos pueden mantenerse. Somos pobres en el trabajo, pero ricos en la vida».
Más adelante, esa misma semana, Shafai lleva a sus hijos Musa, Isa y Harun al mar. Como no puede permitirse su propio barco, alquila el de un amigo durante esa tarde. Tras avistar movimiento bajo las olas, señal de un banco de peces, arrojan las redes y dan pisotones en el barco para atraerlos a sus redes. Media hora después, sacan la última red, vacía.
Aunque no tienen nada que enseñar, Musa conduce el barco a la orilla. Vuelve a casa con su padre bajo la luz del atardecer, listo para repetir el proceso de atar y pescar al día siguiente.
«Este lugar es mi hogar», afirma, poniéndose la camiseta de nuevo tras nadar hasta la orilla desde el barco anclado. «Prefiero estar pescando con mi padre que trabajando en la ciudad. Es lo que sé hacer».
El lingüista de Adén
En las pocas ciudades de Yemen, a los padres suele costarles controlar a sus hijos. En la aldea, tienen tierra que trabajar, ganado al que alimentar y bienes que vender. En ciudades como Adén, las crisis económicas pasan desapercibidas para la mayor parte de la juventud, que juega en las calles, recorre los límites de la ciudad y busca los mejores lugares donde relajarse. Muchos jóvenes llevan armas; se han unido a las Fuerzas del «Cordón de Seguridad», las Fuerzas de Protección Presidencial u otras milicias leales a un abanico de personajes influyentes a nivel provincial. Aunque algunos son enviados al norte para enfrentarse a las fuerzas aliadas de los hutíes en Taiz o por la costa en Al Hudayda, la mayoría se cruza de brazos y cae a manos de terroristas suicidas.
Fathi al Atef, que habla y enseña varios idiomas, se ha dedicado a garantizar que su hijo Hamza no siga el mismo camino. Hamza, de 14 años, guarda parecido físico con su padre —ambos son altos y larguiruchos, de ojos grandes y con una mata de pelo suave y densa—, pero sus gestos no podrían ser más diferentes. Fathi es animado y gesticula con casi cada frase. Le gusta hablar de cualquier cosa, especialmente de su hijo, en inglés, francés, árabe y algo de alemán. Hamza es reservado y observador, y revela con los ojos lo que su boca no cuenta, poniéndolos en blanco cuando su padre dice algo embarazoso. Sin embargo, parece haber heredado el humor de su padre.
Cuando les pregunto por su relación, Fathi me dice que «no puedo expresar mis palabras de felicidad para describir cómo me hace sentir mi hijo».
Hamza dice que «es muy malo» y da un toque a Fathi en las costillas. Por su parte, su padre le dice que se abotone la camisa y extiende la mano sobre la mesa.
Este tipo de relación rara vez se ve en público en Yemen. Son más habituales, sobre todo en tiempos de crisis, los vínculos basados casi por completo en la deferencia y el respeto. Pero Fathi cree en tratar a su hijo como un igual y confía en que esto potencie la futura determinación de Hamza.
«Entre padres e hijos existe la necesidad de establecer una relación, un entendimiento mutuo para el futuro... Aunque es mi hijo, lo trato como a un amigo. Podemos hablar de todo con sinceridad», afirma Fathi.
Continúa declarando su opinión acerca del estado de la humanidad en Yemen durante la guerra: «Ser un hombre es comportarse de forma humanitaria. Si quieres que te respeten, compórtate con amabilidad, sé honesto. Es lo que le enseño a mi hijo».
Es obvio que Hamza ha aprendido. Pese a su actitud callada, es uno de los mejores estudiantes de su clase, campeón nacional de judo y reafirma los ideales de su padre.
«Lo más importante como hombre es tu comportamiento, porque refleja tu carácter», afirma. «A mis amigos les influye el carácter de sus padres, bueno o malo, y a mí me influye mi padre».
El cuidador de Hajjah
No todos los padres cuentan con el espacio para enseñar ética y buen comportamiento a sus hijos, para ser sus mentores o sus amigos. Algunos solo intentan mantener a sus hijos con vida.
En un país donde 22 millones de personas —casi el 80 por ciento de la población— necesitan algún tipo de asistencia médica y casi 18 millones de personas sufren inseguridad alimentaria, el hambre y la salud se superponen a las interacciones tradicionales entre padres e hijos.
Según el Centro de Oriente Medio de la Facultad de Economía de Londres, más del 70 por ciento de la población de Yemen vive en zonas rurales. Para la mayoría de estas familias, hasta los centros sanitarios más simples se encuentran a dos horas de distancia. Los niños que sufren desnutrición o enfermedades crónicas se convierten en una carga en lugar de en posibles ayudantes. Sin embargo, muchos padres lo dejan todo por sus hijos, incluso cuando no existe solución alguna.
En Hajjah, una provincia montañosa a cinco horas al noroeste de Saná, Rasheed al Suwaidy coge de la mano a su hijo de ocho años y lo guía por los pasillos abarrotados del hospital de Jumhuri. Busca a alguien, a cualquiera, que pueda ayudarle.
Mohammad, callado y de baja estatura, mira a su padre, un hombre tímido con una chaqueta de camuflaje que ha tomado prestada y un turbante azul. Un olor agrio sigue al niño y la orina cubre la parte delantera de su túnica gris, haciendo que la gente a su alrededor lo evite y comente que necesita una ducha. Mohammad nació con una válvula de uretra posterior, que dificulta la micción. Cuando era pequeño, los médicos redirigieron su uretra a una fístula justo debajo del ombligo.
Rasheed está desesperado por ayudar a su hijo.
«Lleva así desde que nació y dicen que cuando tenga cierta edad le ayudarán. Pero no tenemos dinero».
Rasheed pidió dinero prestado a sus vecinos para viajar ocho horas desde su aldea en las montañas. La aldea, Garreh, que significa «explosión» en árabe yemení, está a cuatro horas del centro de salud más simple. Hajjah está bajo control de los hutíes y ha sufrido bombardeos desde el comienzo del conflicto. En la lejana provincia sin puerto, familias pobres luchan para proporcionar las necesidades básicas a sus hijos, criándolos de forma muy diferente a como lo habrían hecho antes de la crisis.
Frente al urólogo, que le dice de nuevo que necesitará como mínimo 225.000 riales yemeníes (785,56 euros) para la operación, más el coste del viaje a la capital, Rasheed parece abatido. Limpia los labios de Mohammad, ya que el niño se ha manchado la cara con tinta azul de un bolígrafo que ha encontrado en el suelo.
«Haría cualquier cosa por mi hijo. Pero apenas puedo permitirme comida para todos. Tenemos ocho niñas y tres niños. Somos una familia pobre. Me duele verlo así y que la gente lo rehúya por su olor. Quiero que crezca feliz y tener una vida normal, pero es muy complicado».
Al salir, Mohammad abre las puertas verdes del hospital y las sostiene para su padre, mirándolo y buscando su mano. Rasheed lo guía por las calles con la esperanza de conseguir suficiente dinero para quedarse un día más en la ciudad, un día más para darle a su hijo una oportunidad.
Este reportaje ha contado con el apoyo del Pulitzer Center on Crisis Reporting y Women Photograph.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.