Esta es la primera clínica de vacunas dentro de un campo de refugiados
Han huido de Siria y viven en refugios, pero también hay vacunas para ellos.
Cuando el fotógrafo Muhammed Muheisen capturó esta imagen desde un helicóptero, algo le llamó la atención sobre el paisaje abarrotado de los refugios prefabricados del campo de Zaatari: aquí y allá, se veían ligeras manchas de color entre los techos de color pardo. «Como fotógrafo, siempre busco los colores», explica. «Y al observar las cajitas de cerillas que son sus casas, empiezas a ver los colores, algunos amarillos, algunos rojos, algunos verdes». Cada uno era el refugio que una persona o familia había decidido pintar, para que fuera más vivo y especial, de forma que ese refugio extraño, aunque fuera temporal, pudiera parecerse más a un hogar.
Era una refugiada siria con una actitud y un sentido del humor asombrosos. Me enteré de que tenía 110 años y que acababan de vacunarla contra la COVID-19 dentro de su vivienda, un pequeño refugio dentro del campo de refugiados de Zaatari, en Jordania. Cuando la encontré, estaba sentada derecha, en paz, sobre la cama. Se llamaba Zahra. Una funcionaria me enseñó su carné de identidad. No le habían sumado su último cumpleaños: Zahra tenía 111 años. Había nacido en enero de 1910. ¿Te imaginas? Ha sobrevivido a todas las guerras, ha huido del conflicto civil en Siria, ha perdido a su marido, su nueva vida discurre dentro de un campo de refugiados, llega una pandemia y es la primera persona a la que vacunan.
En esta historia hay un mensaje de esperanza.
Zaatari, que se encuentra a unos 16 kilómetros de la frontera siria, se ha convertido en uno de los mayores campos de refugiados del mundo. Se fundó en 2012, con el apoyo de Jordania y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), y se suponía que sería un lugar seguro y temporal para los sirios que huían del conflicto civil de su país. Ahora alberga a unas 79 000 personas y, cuando hace poco supe que Zaatari había abierto su propio centro de vacunación contra la COVID-19 —el primero de su tipo ubicado dentro de un campo de refugiados, según ACNUR—, quise visitarlo para verlo con mis propios ojos.
Visitar Zaatari como extranjero no es tan fácil. En realidad, el campo es como una ciudad mediana: hay barrios, distritos comerciales, tiendas de vestidos de novia, antenas parabólicas, energía solar y pizza a domicilio. Para entrar siempre se ha necesitado un permiso de las autoridades y Zaatari también ha estado confinado por la pandemia durante meses. Las autoridades sanitarias han confirmado 2021 casos de COVID-19 y 21 muertes dentro del campo. Yo soy jordano, nacido en Jerusalén, y durante más de una década he documentado la crisis de refugiados en diferentes partes de mundo. He visto Zaatari en varias ocasiones con el paso de los años; soy embajador mundial de la Junta de Turismo de Jordania y en 2019 pude sobrevolar el campo en helicóptero y fotografiar su vasta extensión desde el aire.
Lo que más me chocó entonces, y de nuevo cuando vi el día de vacunaciones en Zaatari a finales de marzo, fue la resiliencia. La capacidad humana para adaptarse. La esperanza. Cuando los equipos móviles terminaron de vacunar a las personas de más edad, un autobús empezó a trasladar a los refugiados desde sus refugios y hogares al centro de salud del campo, ahora transformado en un centro de vacunación contra la COVID-19. Se habían apuntado con antelación con sus teléfonos móviles. No hay tantos ordenadores dentro del campo, pero la mayoría de los refugiados usan o tienen acceso a teléfonos móviles. Los parientes y amigos jóvenes les ofrecieron ayuda cuando la necesitaron.
El equipo de vacunación era femenino, algo agradable y reconfortante para las mujeres tradicionales. Y debo decir que me sentí orgulloso de Jordania. Toda esta gente, que había huido de la guerra y ahora afrontaba una pandemia, tendría otra segunda oportunidad.
Las bicicletas y los carros tirados por burros forman parte del sistema de transporte improvisado del campo de Zaatari, que traslada a pasajeros y mercancías a lo largo de los cinco kilómetros cuadrados del asentamiento. Los refugiados han construido recintos privados para los burros y plantado huertos en sus parcelas designadas en medio del desierto. La alambrada rodea una oficina central de ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados, que gestiona el campo junto con el gobierno jordano.
Dentro de la nueva clínica de vacunación contra la COVID-19 de Zaatari, la enfermera Fatimah Ahmad administra segundas dosis a los refugiados sirios. La aparente fragilidad de Abdulkareem, de 69 años, es engañosa; vino y se fue de la clínica en su moto. «No me lo creí hasta que vi las noticias, lo que la enfermedad le hace a la gente», dijo. «Me quedé horrorizado».
Aiyous, de 81 años, se prepara para la aguja mientras su hijo extiende la mano para apoyarla. La tela negra sobre la nariz y la boca de Aiyous no es un niqab, sino una mascarilla.
Fatimah (64), completamente vacunada tras la segunda dosis, espera en el autobús de la clínica de Zaatari a que la lleven de vuelta al refugio donde vive como refugiada siria. Las personas mayores, las primeras que recibieron la vacuna anticovídica, son una minoría en Zaatari; más de la mitad de los residentes actuales tienen menos de 18 años.
Visto desde un helicóptero en julio de 2019, el campo de refugiados de Zaatari se extiende hacia el horizonte. Zaatari, establecido con tiendas de campaña en 2012 como refugio temporal para los sirios que huían de la guerra civil, se ha convertido en la cuarta ciudad más grande de Jordania, con casitas prefabricadas, retretes privados, lavadoras, energía solar, centros de reciclaje y un distrito comercial conocido localmente como «Champs-Élysées».
En la foto vemos a Adnan (58) tras su segunda dosis en la nueva clínica de vacunación dentro de Zaatari. Es un refugiado de la ciudad siria de Daraa, donde hace una década comenzaron las manifestaciones contra el gobierno, y reside en el campo de Zaatari.
En la foto vemos a Samia (76) tras su segunda dosis en la nueva clínica de vacunación dentro de Zaatari. Es una refugiada de la ciudad siria de Daraa, donde hace una década comenzaron las manifestaciones contra el gobierno, y reside en el campo de Zaatari.
Una sanitaria toma la temperatura a Fatimah, una refugiada siria de 64 años. La próxima parada de Fatimah en la clínica es la estación de vacunación, donde le administrarán la segunda dosis de la vacuna anticovídica. Esta primavera, la agencia de la ONU para los refugiados que ayuda a gestionar Zaatari confirmó 20 muertes entre los 79 000 residentes del campo.
A los 111 años, la refugiada siria Zahra ha perdido gran parte de la audición, pero conserva un rápido sentido del humor; cuando el fotógrafo Muhammed Muheisen entró en su casa, muy ordenada, acompañado de una mujer de la agencia de Naciones Unidas para los refugiados, Zahra bromeó con ambos. En lugar de pedirle que fuera en autobús hasta la nueva clínica de vacunación contra la COVID-19 del campo, las sanitarias visitaron la casa de Zahra en dos ocasiones para vacunarla allí.
Muhammed Muheisen es un fotoperiodista dos veces ganador del Pulitzer, fotógrafo de National Geographic y fundador de la organización neerlandesa sin ánimo de lucro Everyday Refugees Foundation. Desde 2001, ha documentado sucesos importantes en todo el mundo, en Asia, Europa, Oriente Medio, África y Estados Unidos. Durante más de una década, ha documentado la crisis de refugiados en varias partes del mudo.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.