
La verdadera historia de 'Aún estoy aquí', la película brasileña más taquillera en 22 años
Cientos de soldados llegan al mitin organizado por el entonces presidente João Goulart en Río de Janeiro, Brasil, el 13 de marzo de 1964. El mitin fue supuestamente uno de los motivos del golpe de Estado de 1964 que condujo a la dictadura militar brasileña, que duró 21 años.
En una calurosa mañana de enero de 1971, agentes de seguridad vestidos de paisano llamaron a la puerta de la casa frente al mar del ex legislador brasileño Rubens Paiva. Lo metieron en su coche, se lo llevaron a toda velocidad y nunca más se supo de él, dejando a su mujer y a sus cinco hijos en la estacada.
Este es el argumento general de Aún estoy aquí, una película nominada al Oscar ambientada durante el régimen militar brasileño. Pero en lugar de insistir en las mazmorras de los dictadores y en los horrores viscerales de la violencia estatal, el director Walter Salles le ha dado un giro a la narración.
En su lugar, la película gira en torno a la esposa y viuda de Paiva, Eunice, que durante las cinco décadas siguientes presionó sin descanso a la obtusa junta militar para que se hiciera justicia, mientras luchaba por sacar adelante a una familia fracturada. Es una ventana íntima a la angustia, la pérdida y la resistencia colectivas de Brasil. Y la historia de fondo no es menos desgarradora.

Los archivos del Departamento de Estado de Orden Político y Social de Brasil contienen carpetas que detallan todas las investigaciones de civiles, grupos sociales y movimientos sociales durante los 21 años de dictadura militar en el país. Hay 13 500 carpetas incluidas en los archivos.
La dictadura militar más longeva de Latinoamérica
El camino hacia el régimen marcial más importante de Brasil comenzó con las frustradas ambiciones internacionales del país tras la Segunda Guerra Mundial.
Tras unirse a Occidente en su guerra contra las potencias del Eje, e incluso enviar tropas de combate a Europa, la clase política brasileña se sintió herida por la indiferencia percibida en la posguerra por parte de Estados Unidos, en particular por la negativa a respaldar la candidatura brasileña a un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Hombres no identificados detienen a un estudiante durante una protesta en Sao Paulo, Brasil, el 9 de octubre de 1968. Lo peor de la violencia bajo el régimen militar del país comenzó en 1968 y no hizo más que empeorar tras el ascenso de Emílio Garrastazu Médici en 1969.
Ese desaire alimentó la búsqueda por parte de Brasil de una política exterior independiente, con un claro giro antiamericano. Era la Guerra Fría, y el pivote hizo saltar las alarmas entre un ejército cada vez más inquieto, que maniobró para contener al presidente João Goulart, de tendencia izquierdista. El Congreso respondió, empujando a Brasil hacia una crisis constitucional. El 31 de marzo de 1964, los tanques rodaban por las calles. Goulart estaba fuera y se había instaurado la ley marcial, con la bendición de Estados Unidos.
En comparación con los brutales estándares de los tiranos sudamericanos, los 21 años de Gobierno militar en Brasil podrían parecer casi suaves. En 2014, la Comisión Nacional de la Verdad documentó 434 bajas (contando los asesinados o desaparecidos) bajo cinco gobiernos militares sucesivos. Hasta 2000 personas fueron torturadas. Por el contrario, la dictadura chilena asesinó o hizo "desaparecer" a unos 3000 disidentes y encarceló a otros 38 000, mientras que se calcula que entre 10 000 y 30 000 fueron asesinados o desaparecieron durante la salvaje "Guerra Sucia" argentina.
Sin embargo, el secuestro y asesinato de Rubens Beyrodt de Paiva supuso un giro nefasto en lo que se convertiría en la dictadura militar más duradera de Latinoamérica.
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La vida bajo el duro régimen militar brasileño
Cuando Paiva fue secuestrado, el generalísimo al mando era Emílio Garrastazu Médici, el tercero de los cinco militares que dirigían el país, y el más duro de la línea dura del régimen.
El primer líder de la junta, Humberto Castello Branco, llegó al poder prometiendo restaurar la democracia. El segundo, Arthur Costa e Silva, habló de "humanizar la revolución", luego defenestró el Congreso por decreto presidencial y sucumbió a un fulminante derrame cerebral en 1969.
Médici fue elegido ese año por una legislatura muy vigilada, que la junta había vuelto a convocar apresuradamente para añadir un brillo de legitimidad a su unción. Asumió el cargo en medio de una agitación creciente, sin reparos en imponer un régimen autoritario. Su astuto ministro de Finanzas, Antonio Delfim Netto, impulsó el crecimiento con un gasto generoso, un torrente de inversiones extranjeras y dinero fácil de prestamistas internacionales deseosos de sacar provecho de la bonanza brasileña.
El resultado fueron unas fuerzas armadas brasileñas en su punto álgido de arrogancia, envalentonadas por el llamado "Milagro brasileño" (cinco años consecutivos de crecimiento económico sin precedentes), la gloria de una tercera victoria en la Copa del Mundo y la Guerra Fría liderada por Estados Unidos contra el comunismo mundial.
Médici supervisó la más dura represión de las libertades democráticas hasta la fecha, incluida la censura de prensa generalizada. Cuando no se incendiaban o cerraban los periódicos, los censores acechaban en las redacciones para entintar las verdades incómodas. Decenas de periodistas fueron encarcelados o asesinados.
Fueron los "Años de Plomo" de Brasil, conocidos sobre todo por la redada que Médici lanzó en todo el país para capturar y asesinar a los opositores de izquierda al régimen. Los militantes más estridentes tomaron las armas, robaron bancos y secuestraron a altos cargos (incluido el embajador de Estados Unidos en Brasil, Charles Elbrick, en 1969) para pedir rescates.

Un niño observa a soldados y un tanque durante un mitin organizado por el presidente João Goulart antes del golpe militar de 1964. La dictadura militar gobernó durante 21 años, instaurando una represión sin precedentes de las libertades civiles y una redada nacional para capturar y asesinar a opositores de izquierdas al régimen.
Por qué resuena la historia de Paiva en Aún estoy aquí
Paiva no lanzaba bombas. Era un izquierdista moderado que había sido despojado de su mandato en el Congreso cuando los militares tomaron el poder, y desde entonces se había mantenido alejado de la política militante. Más bien era un padre de familia de mediana edad, ingeniero civil de éxito y miembro acomodado de la clase bien pensante de Brasil. Su delito, aparentemente, fue servir de intermediario entre los exiliados políticos brasileños en Chile y sus familiares y colegas en su país.
Nunca se encontraron los restos de Paiva, ni nadie ha rendido cuentas por su asesinato o desaparición forzada, en gran parte gracias a la amnistía general para los delitos políticos promulgada en 1979.
Pero el goteo constante de presiones de Eunice Paiva contribuyó a corroer la moral de un régimen convencido de su misión de rescatar al país de insurrectos impíos. Sin sus décadas de perseverancia y el rastro documental que dejó en su incesante campaña para encontrar a su marido, los brasileños nunca habrían podido entender la endeble versión oficial del caso (que Paiva fue supuestamente secuestrado por terroristas) y mucho menos imaginar que el Estado asumiría algún día su papel en su violenta muerte.
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En lugar de doblegarse ante los inflexibles hombres fuertes, Eunice siguió adelante, se licenció en Derecho y pasó a defender los derechos de los indígenas en peligro.
Pero, ¿por qué contar esta historia ahora? La dictadura brasileña terminó en 1985, hace tres generaciones de cinéfilos. "Los jóvenes brasileños no saben nada del periodo militar, salvo lo que leen en los libros y oyen a sus mayores", afirma Octavio Amorim Neto, analista político y estudioso de la historia militar en la Fundación Getulio Vargas.
El director Walter Salles siguió el ejemplo. Empezó a investigar sobre la película hace siete años, justo cuando la política brasileña dio un brusco giro a la derecha y la fe en la democracia empezó a decaer.
Este preocupante giro de la política brasileña contemporánea está latente, pero nunca se menciona explícitamente en la película. Sin embargo, la respuesta del público a Aún estoy aquí (que ya es la película brasileña más taquillera en su país y la que más ha recaudado en el extranjero en 22 años) envía un mensaje contundente: aunque los fantasmas de la dictadura sigan rondando, los brasileños no están dispuestos a mirar hacia otro lado.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
