Los desprendimientos del glaciar Thwaites de la Antártida en primer plano
El glaciar Thwaites suele considerarse uno de los más importantes en cuanto a los cambios en el nivel del mar, pero apenas se ha estudiado. Una nueva expedición pretende cambiarlo.
Artículo creado en colaboración con la National Geographic Society.
Tras un mes navegando por el océano Antártico —durante el cual se produjo una evacuación médica de nueve días—, tras días excavando agujeros en un archipiélago remoto en busca de huesos de pingüinos primitivos, tras medicinas para el mareo y etiquetado de focas, tras las misiones de prueba del vehículo submarino autónomo (AUV, por sus siglas en inglés) y el comienzo de un torneo de tenis de mesa internacional, tras todo esto, el R/V Nathaniel B Palmer y sus 56 tripulantes hemos llegado a nuestro destino: el glaciar Thwaites. La noche anterior me desperté varias veces, ansiosa y expectante, y abrí la cortina de poliéster para comprobar si podía distinguir el frente de hielo entre la bruma. Finalmente, a las cinco, me puse varias capas de ropa interior larga y me dirigí al puente donde se habían reunido otras personas para echar un vistazo al límite costero del enorme glaciar, algo que ningún otro humano había contemplado antes.
Hablábamos en voz baja como si estuviéramos dentro de una catedral sin tejado. Una línea serpenteaba sobre la parte superior del frente glacial, dibujando gargantas retorcidas en la nieve de color blanco azulado. Las losas de hielo comprimido se mantenían en precario equilibrio sobre el mar. Algunas partes del Thwaites tienen el aspecto de un glaciar que se deshace, mientras que otras secciones son escarpadas, robustas y enormes. Con una longitud de más de 160 kilómetros, tardamos horas y horas en navegar frente a él. Durante el día, los científicos y los miembros de la tripulación acuden al puente para contemplarlo.
Quienes han estado antes en los otros casquetes glaciares de la Antártida —la isla de Ross y la isla Pine en particular— apuntan de inmediato que Thwaites tiene un aspecto distinto, y no en el buen sentido. Algunos indican que hay hielo cayendo en los bordes, «como la nieve que se resbala de un tejado», otros lo describen como «mutilado», «arrugado» y «ondulado». Todos señalan que el hielo de aquí se comporta de maneras insólitas.
Al final del primer día, me dolía el alma, ya que tenía sentimientos encontrados. Por una parte, me siento asombrada. Contemplar el borde de uno de los grandes sistemas glaciales del mundo —Thwaites se adentra a casi 563 kilómetros tierra adentro y es más alto y profundo conforme aumenta la fría distancia— supone encontrarse ante algo que la mente humana no logra comprender fácilmente. Allí donde acecha hielo sobre el buque, pienso en que solo se trata de una fracción del que existe en realidad, ya que la pared se extiende a hasta 457 metros bajo la superficie del mar. Su mera presencia resulta tan inmensa e inmensamente extraña que me hace sentir pequeña y extraordinariamente viva. Con todo, por otra parte, cada vez que veo una arruga en el casquete glaciar, pienso en que las acciones llevadas a cabo en lugares muy lejos de este paisaje aparentemente intacto probablemente sean las culpables de algunas de esas fisuras en la superficie del hielo, que obligan al Thwaites a adoptar formas extrañas y poco naturales.
Cuando hablamos de la posibilidad de un derrumbe de un casquete glaciar en la era del cambio climático antropogénico, Thwaites es el glaciar del que oye hablar la mayoría. El Thwaites es tan remoto que apenas tenemos datos de observación desde cerca del frente glaciar. Una de las razones por las que se habla tan a menudo del Thwaites como motivo de preocupación es nuestra ignorancia. Sin embargo, lo poco que sí sabemos apunta a la enorme vulnerabilidad de este glaciar en particular y la posibilidad también enorme de que afecte a comunidades costeras de todo el mundo.
Gran parte del Thwaites está por debajo del nivel del mar, lo que significa que, cuando la cálida agua profunda circumpolar lo derrita por debajo, podría entrar en una fase de retirada irreversible, lo que a su vez podría desestabilizar la capa de hielo de la Antártida Occidental y hacer que aumente el nivel del mar hasta 3,6 metros. De ocurrir esto, ¿cuánto del Thwaites se desintegrará y a qué velocidad lo hará? Esas son las incógnitas que han hecho que emprendamos nuestra misión científica.
Rescribiendo el mapa
Durante los dos días siguientes, la situación progresó casi tal y como lo habíamos planificado. Extrajimos testigos del sedimento del lecho marino. Enviamos un planeador submarino (un tipo de vehículo submarino que vuela entre el fondo y la superficie del mar y toma medidas de la columna de agua) y utilizamos un AUV que recopiló las primeras muestras de la parte inferior del casquete glaciar. Mientras nos deslizábamos a lo largo de esta bahía sin nombre llevando a cabo diversos experimentos, también cartografiábamos el lecho marino con un sónar, registrando la profundidad de las depresiones que emitían agua cálida bajo el glaciar.
Cuando di un paso atrás y comparé el mapa en tiempo real del lecho marino que aún estábamos elaborando con los que teníamos a bordo, empecé a darme cuenta de que muchos son erróneos de formas increíblemente similares. En lo alto del puente, el mapa de papel de Cape Herlacher y Martha Straight, donde trazamos nuestra trayectoria con tenues marcas de lápiz, muestra el lugar donde navegamos como si fuera hielo, no mar abierto. En el laboratorio de los técnicos marinos, el salvapantallas de un ordenador traza nuestro curso actual con una línea roja dibujada sobre la lengua de hielo del Thwaites. El año pasado, algunas partes de esta bahía estaban cubiertas de hielo fijo, hielo que durante años había mantenido a raya a los seres humanos.
Nuestra cuarta mañana comienza luminosa y temperamental. Durante la noche, el mar ha empezado a congelarse y el planeador ha dejado de enviar señales de comunicación. Acudimos a recogerlo en una misión de rescate. A continuación, nos dirigimos a la zona donde desplegamos el submarino para poder recuperar las balizas que utilizamos para comunicarnos con él mientras se desplazaba bajo el Thwaites. Cuando llegamos al lugar donde colocamos el experimento, lo que antes eran aguas tranquilas están ahora completamente cubiertas. Un iceberg de un kilómetro de largo se ha desprendido del glaciar y ha flotado hasta el lugar del experimento. Decidimos abandonar una de las balizas.
En el barco, los días transcurren como un borrón surrealista e interminable. Untar barro antiguo sobre bandejas de cristal en busca de señales de vida. Rellenar botellas de plástico con agua de mar para buscar clorofila. Comer a medianoche cuando tienes turno de noche. Entrevistar a científicos, técnicos y miembros de la tripulación. Comer. Dormir. Lavar. Repetir.
Una tarde, en el laboratorio seco, Rob Larter, el director científico, analiza las imágenes aéreas del Thwaites que le acaba de enviar su colega. Pasa dos de ellas una y otra vez de forma compulsiva. La primera muestra el frente glaciar del Thwaites como una línea recta que va desde el límite sur de la bahía sin nombre donde hemos pasado la mayor parte de la semana pasada. En la segunda imagen, es como si alguien lo hubiera golpeado con un martillo, rompiéndolo en cientos de fragmentos irregulares. La primera imagen es del 28 de febrero, la segunda, del 3 de marzo.
«Está claro que se el casquete glaciar ha liberado una cantidad significativa de icebergs en la zona donde trabajamos», explica Larter, jugueteando con la cremallera de su mono naranja. Parece casi perplejo. «Es casi tan drástico como el derrumbe de Larsen B», añade refiriéndose al desprendimiento de un casquete glaciar del mar de Weddell que tiene el mismo tamaño que el estado del que vengo, Rhode Island.
Pienso en los días anteriores. Es cierto que cuando llegamos a Thwaites, habíamos navegado a lo largo del frente glaciar en mar abierto. Entonces, a mediados de semana, la cosa cambió. La bahía se enturbió con lo que ahora reconozco como restos flotantes del glaciar: enormes icebergs tabulares que parecían capaces de desayunarse nuestro buque. En retrospectiva, pude confirmar la historia que sugerían las imágenes por satélite. Mientras estábamos allí, recopilando datos en el epicentro, se habían desprendido partes enormes del frente glaciar del Thwaites. Pero entonces, mientras pasaba todo esto, no me di cuenta del cambio. Al no tener ninguna experiencia previa en el lugar, me resultaba difícil distinguir entre lo extraordinario y lo mundano.
Testigos de la ruptura
Al día siguiente, escribí en Twitter lo inquietante que era estar en la zona cero mientras el Thwaites sufre un enorme fenómeno de desprendimiento, algo que muchos de los que íbamos a bordo ni siquiera percibimos mientras ocurría. No hubo golpe ni explosión. No hubo estruendos ni olas gigantescas, que a veces acompañan a la ruptura del hielo. Aquella mañana, mientras buscábamos en planeador marino y las balizas de comunicación, saqué unas cuantas fotografías del sol que salía sobre un flujo constante de icebergs. En aquel momento, no sabía que estaba fotografiando el hielo que había formado parte del Thwaites horas antes.
Bajo mi foto va creciendo un hilo, donde científicos y otros miembros de la comunidad antártica debaten cómo clasificar lo que ha ocurrido: ¿estamos presenciando un desprendimiento, un derrumbe o una desintegración del Thwaites? ¿Retrocedió el frente glaciar o arrastró el viento icebergs ya desprendidos? ¿Frente a qué habíamos navegado unos días antes en aquella primera y trepidante mañana en la que todos hablaban del extraño aspecto del Thwaites? ¿Era el frente glaciar o una mezcla?
Al principio, me pregunté si habría clasificado la escena erróneamente. Pero, con el paso del tiempo y tras haber debatido lo mismo a bordo del Palmer, caí en la cuenta de que ni siquiera los expertos sabían dar un nombre a lo que ocurría a nuestro alrededor. ¿Cómo se llama el fenómeno en el que un glaciar descarga icebergs en una bahía que no tiene nombre porque nadie ha estado allí antes, porque el año pasado no era una bahía, sino hielo?
Calving (el nombre de este fenómeno en inglés) puede significar parto o desprendimiento. Un significado describe el momento en el que un ser empieza su existencia como individuo, un momento lleno de posibilidades. Por el contrario, el desprendimiento de icebergs en la era del calentamiento global tiene un sentido completamente diferente. Parece una advertencia, algo antinatural e inquietante que anuncia una especie de perdición autoinfligida.
«El hielo tiene que desprenderse para convertirse en iceberg», explicó Aleksandra Mazur, nuestra experta en icebergs una mañana mientras contemplábamos la bahía que ahora estaba salpicada de restos glaciales. Señala el momento en que un iceberg se convierte en un elemento separado del casquete glaciar, algo distinto, una plataforma flotante que probablemente viajará más allá del rincón más lejano del mar de Amundsen. «El desprendimiento es un proceso natural», prosiguió. «Lo que podría no ser natural es el ritmo al que ocurre, la aceleración del proceso. Ahí veríamos la posible influencia humana».
Cerca de la proa, la superficie del agua está tranquila, sometida por la formación de mi tipo favorito de hielo marino. Allí, parece que el océano ha sido dominado por una flotilla de amebas sobredimensionadas o, como las denominan popularmente, «tortitas de hielo». Mazur registra sus observaciones en el ordenador dedicado a crear un conjunto de datos que se empleará para verificar las imágenes por satélite sobre el terreno. Cuando volvamos a tierra firme, compararemos lo que observamos, hora tras hora, con las imágenes por satélite del Sentinel, y buscaremos los términos adecuados para clasificar la situación actual.
Una época de cambios globales
Solemos hablar de la pérdida de los glaciares de la Antártida como algo desastroso, una situación apocalíptica que podría inundar ciudades enteras y convertir Miami o Nueva Orleans en la nueva Atlántida. Aún no sabemos cuánto del Thwaites se derrumbará ni a qué velocidad lo hará. Sin embargo, con cada día que pasa y cada tonelada más de carbono y metano que emitimos a la atmósfera, las predicciones aumentan. Sigue siendo un enigma si el nivel del mar aumentará 60 o 90 centímetros, metro y medio o 3 metros.
Lo que sí sabemos es que el ritmo al que aumenta el nivel del mar sigue acelerándose y los glaciares que han sostenido durante años la capa de hielo de la Antártida Occidental empiezan a desprenderse. Mientras tanto, los más vulnerables, lejos del frente del glaciar Thwaites, pueden sentir esa presión. Muchas de las comunidades de más baja altitud ya se enfrentan a costas cambiantes. No es necesario que les hablemos del fenómeno de desprendimiento más reciente, ya lo saben.
Junto al Thwaites, la gran mayoría de los glaciares del mundo ha comenzado a retirarse. Hace poco, leí sobre su desaparición en las noticias, otra realidad que habría sido impensable hace una década. Últimamente, me he preguntado si sería posible pensar en los desprendimientos (calving) como una señal física de las grietas que provoca nuestro estilo de vida en el hielo y, como sugiere la palabra inglesa, una especie de parto. Un momento extático en el que podríamos atisbar las oportunidades que acompañan a la vida en una era de transformación, una transformación que ven unos humanos más que otros y que todos nosotros tenemos la capacidad de ralentizar y cambiar.
El desprendimiento en la bahía sin nombre es otra señal de que el Thwaites se está rindiendo, de que lo que temíamos que fuera a pasar ya está ocurriendo. De nosotros depende, al menos parcialmente, decidir hasta qué punto lo que ocurra a continuación provocará más devastación o un cambio de nuestro estilo de vida. Quizá estos icebergs que se desprenden del Thwaites sean centinelas que nos instan a adoptar nuevas políticas, nuevas formas de relacionarnos y un mundo más allá del humano.
En el puente, hay una señal hecha a mano pegada encima de las cartas de navegación desfasadas. Reza: «No olvidemos nunca que es el hielo el que te dice qué hacer, no tú el que dices al hielo qué hacer». El Thwaites habla y su desprendimiento es un mensaje que no debemos pasar por alto.
Elizabeth Rush es la autora de Rising: Dispatches from the New American Shore. Este artículo ha contado con el apoyo de una beca Storytelling de National Geographic, el programa de la Fundación Nacional para la Ciencia estadounidense para artistas y escritores residentes en la Antártida y el patrocinio de Kari Traa.