Así es la vida a la sombra de un volcán activo
El Estrómboli italiano, hermoso pero letal, es mucho más que un volcán ardiente.
Estrómboli, a la que llaman el «Faro del Mediterráneo» por su brillo imponente, es una de las siete islas volcánicas que componen el archipiélago de las Eolias, en la costa norte de Sicilia. Con una superficie de solo 12,19 kilómetros cuadrados y a 926 metros sobre el nivel del mar, reina como uno de los volcanes con más actividad del mundo, ya que lleva unos 2500 años escupiendo fuentes de lava de forma casi continua.
Estrómboli y sus islas vecinas, importantes en la vulcanología, fueron declarados lugares Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2000. Cada verano, los barcos turísticos viajan a la isla por sus playas de arena negra y hasta 500 viajeros caminan hasta la cima de la isla cada atardecer para contemplar la pirotecnia de lava sobre el cielo nocturno. El pasado julio, antes de que muchas excursiones guiadas emprendieran el ascenso de cuatro horas, una violenta erupción paroxismal expulsó una columna de gas de 4,8 kilómetros de alto. Llovieron piedras y cenizas abrasadoras sobre la ladera sudoeste y provocaron incendios. Los barcos de rescate evacuaron a lugareños y visitantes, pero falleció un senderista y varios resultaron heridos.
Semanas después, el 28 de agosto, otra explosión masiva provocó un flujo piroclástico por el Sciara del Fuoco, un canal empinado por el que cae la lava desde los cráteres de la cima hasta el mar. Generó una avalancha de gas y fragmentos de roca y un pequeño tsunami. La Agencia de Protección Civil italiana determinó que el volcán era inestable y prohibió acceder a más de 290 metros, casi un tercio de la elevación del Estrómboli.
Las intervenciones de seguridad llevadas a cabo tras las erupciones del Estrómboli ponen de manifiesto el hecho de que el turismo en volcanes es una empresa intrínsecamente peligrosa. Esto resultó trágicamente evidente en la erupción de 2019 en la isla Whakaari/White, una islita volcánica de la bahía de Plenty, en Nueva Zelanda. Varios turistas se encontraban en la isla cuando se produjeron una serie de explosiones violentas y algunos estaban junto a la chimenea del volcán activo, que se cobró varias víctimas. Aunque la erupción no fue nada extraordinario, la proximidad de los turistas aquel día provocó lo que un vulcanólogo describe como «la situación más desfavorable».
No se recomienda que los turistas se pongan en peligro, así que en noviembre me dispuse a comprobar si una visita a Estrómboli sin las vistas panorámicas de la cima ni el acercamiento al cráter valdría la pena.
«Las excursiones a los volcanes han descendido mucho desde las erupciones del verano», cuenta Beatrice Fassi, de la turoperadora local Magmatrek. «Si queremos que el turismo continúe, tendremos que reinventarnos».
Al atardecer, caminamos deprisa por una carretera estrecha que atraviesa San Vicenzo, San Bartolo y Piscità, tres comunidades en el extremo norte de la isla donde vive la mayoría de los habitantes. Cuando una erupción violenta mató a seis personas en 1930, la población de Estrómboli pasó de 5000 a menos de 500 habitantes.
Queremos llegar a la ruta que bordea el Sciara del Fuoco antes del anochecer. Las casas blanqueadas de Estrómboli, engalanadas con buganvillas, enredaderas y dentelarias coloridas, iluminan el día mientras la luz desaparece. De vez en cuando pasan a nuestro lado los faros de alguna moto o vehículo de tres ruedas, pero en Estrómboli no hay farolas ni coches. En Punta Labronzo, con vistas a las montañas fogosas de Estrómboli, me coloco la linterna frontal en la cabeza y prosigo montaña arriba para reunirme con Mario (Zazà) Zaia, un guía legendario de la isla e historiador del volcán.
El sendero se convierte en una serie de curvas ascendentes. En 1951, el año posterior al estreno de la película Stromboli de Roberto Rosselini, grabada en la isla y con Ingrid Bergman como protagonista, las pavimentaron con losas volcánicas. Cada 15 minutos, el volcán eructa y emite un rugido atronador acompañado de destellos de magma roja brillante. A solas en este mundo desconocido, siento una tranquilidad desconcertante.
Llego al mirador en 90 minutos y me uno a una docena de aficionados a los volcanes que admiran los temblores y las llamaradas que genera el volcán. De repente, una silueta barbuda con un par de bastones y un perro pasa frente a mí. «¡Zazà!», llamo. Descendemos la montaña juntos.
«Vivimos en una bomba», me dice.
«¿Te asusta?», le pregunto. Todo lo contrario: Zaia dice que siente un asombro infinito por la fuerza persistente que impulsó el ascenso de este estratovolcán desde el fondo del mar Tirreno y construyó, erupción tras erupción, el cono que vemos hoy en día.
En condiciones seguras, Zaia guía a los grupos hasta la cima dos veces al día, pero dice que nunca se siente cansado ni aburrido. Cada caminata lo inspira, lo motiva y le transmite una precariedad espectacular.
Los estrombolianos modernos se han comprometido a hacer sostenible la vida en la isla para las generaciones futuras. Vincenzo Cusolito empezó a plantar viñedos de uva malvasía hace cuatro años. En el siglo XVIII, los habitantes de Estrómboli plantaban en las terrazas del volcán, pero en 1880 la filoxera, un insecto parásito, atacó las vides y destruyó el cultivo agrícola. Algunos residentes recurrieron al mar para ganarse la vida; otros emigraron a Australia. Pero en septiembre del año que viene, como parte de una iniciativa de agroturismo con sus tres hijos, Cusolito quiere celebrar catas de vino y organizar una vendimia anual en la que pueda participar el público. Los Cusolito también donan su tiempo a la cooperativa Attiva Stromboli, una organización sin ánimo de lucro que está resucitando los olivos abandonados por los isleños anteriores.
De día, Salvatore Russo trabaja en la construcción. De noche, en un espacioso taller junto a su casa, esculpe la densa piedra basáltica que expulsa el volcán. Los visitantes del estudio, que es popular en los itinerarios, pueden admirar sus obras y ver cómo esculpe.
Los pescadores de Estrómboli echan las redes por la noche desde barcas de madera y regresan al amanecer para vender la captura junto a la playa. El chef Frank Utano, que antes era pescador, elige cada mañana los productos del mar para su restaurante, Ristorante da Zurro, ubicado al otro lado del puerto. Mezcla anchoas, ajo de origen local, tomates cherri y chiles picantes con pasta fresca para crear su plato estrella: spaghetti alla Stromboliana. Con aperitivos creativos, vistas de infarto y un ambiente acogedor, el restaurante ha conseguido una clientela leal entre los visitantes en el verano.
En mi último día en Estrómboli, el guía más joven de Magmatrek, Manuel Oliva, me lleva en una caminata por la naturaleza en la que veremos las tres aldeas del norte. Oliva, que nació y creció en la isla, quiere quedarse. Está plantando mangos y aguacates en una parcela cerca de la costa, una iniciativa que introduce nuevas fuentes de fruta y previene la erosión.
Cuando llegamos al mirador a 290 metros de altura, Oliva se queda de guardia y yo desciendo de la montaña por la ruta zigzagueante que había recorrido las noches anteriores. De día puedo ver lo que me ocultaba la oscuridad. Los nopales y los olivos retorcidos se aferran a las laderas. El mar de color cobalto resplandece a mis pies. Al igual que Zaia, la experiencia de volver a recorrer el volcán me llena de energía. Pero me doy cuenta de que no necesito ascender hasta la cima del Estrómboli para quedarme satisfecha. A veces, un volcán se ve mejor desde abajo, alzando los ojos al cielo en agradecimiento.
Según Maurizio Ripepe, profesor de geofísica y vulcanología física de la Universidad de Florencia e investigador del Departamento de Protección Civil italiano, el día después de abandonar Estrómboli, el código de alerta se redujo de naranja a amarillo en una evaluación de riesgos.
«Esto quiere decir que el volcán está volviendo a la normalidad progresivamente. Sin embargo, la actividad explosiva persiste y requiere atención. Por el momento, Protección Civil aún está evaluando qué parte y a qué elevación se permiten visitas turísticas», me cuenta. Con todo, las explosiones del último verano sugieren que los últimos 60 años han sido un periodo de actividad relativamente baja y que el volcán podría ser más activo en el futuro, como lo fue hasta 1959. «Tendremos que replantearnos cómo usamos la isla y cómo haremos que las visitas al volcán sean agradables y seguras», afirma Ripepe.
Giannella M. Garrett es una periodista y fotógrafa autónoma que trabaja desde Nueva York. Síguela en Instagram y Twitter.
Andrea Frazzetta es una fotógrafa galardonada que trabaja en Milán. Síguela en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.