En Madagascar, la falta de turismo podría propiciar otra crisis
El aislamiento de la isla ha contribuido a su biodiversidad. Ahora, su ubicación remota amenaza a los lémures y a otros animales salvajes.
Dos sifacas de Coquerel, una especie de lémur en peligro de extinción, se aferran a los árboles de la Reserva Palmarium de Madagascar. Casi todos los vuelos internacionales están paralizados desde finales de marzo.
Una cruel ironía pende sobre Madagascar, una isla a unos 400 kilómetros de la costa este de África. El elemento que define este paraíso de la biodiversidad y destino de ensueño para muchos viajeros, el aislamiento, podría ser su perdición.
Esta isla del océano Índico que se separó del continente africano hace unos 180 millones de años es un universo diferente. Es el único lugar del planeta donde hay lémures salvajes y el 90 por ciento de sus plantas y animales son endémicos.
A mediados de marzo, Patricia Wright estaba en Madagascar, país que la célebre primatóloga visita seis veces al año para supervisar el traslado de una docena de lémures grandes del bambú de un arrozal a la selva. Los agricultores de la aldea estaban inquietos porque esta criatura en peligro crítico de extinción estaba comiéndose sus cultivos.
«Fue una operación de rescate», afirma Wright, que dirige la estación de investigación puntera Centre Valbio en el límite del parque nacional de Ranomafana, un hábitat de lémures protegido en la costa oriental de Madagascar que ayudó a fundar en 1991.
El coronavirus llegó justo antes de poner en marcha la expedición. Los vuelos desde y hacia Madagascar se paralizaron y el gobierno malgache restringió los viajes entre ciudades. Wright tomó el último vuelo para salir de la isla el 20 de marzo (día en que Madagascar confirmó sus tres primeros casos de COVID-19) y ha pasado las semanas posteriores en la otra punta del mundo, en Nueva York, donde es profesora en la Universidad de Stony Brook de Long Island.
El 27 de abril, en la capital, Antananarivo, un agente de policía vigila a un hombre que barre la calle, su castigo por no llevar mascarilla en público.
«Enviamos un mensaje a la aldea para que entendieran por qué no podíamos ir», afirma. «Nos dijeron que seguirían sin cazar [lémures] y que estarían esperándonos. Pero ¿cuándo podremos ir? Todo está cerrado». Esta situación pone de relieve los retos a los que se enfrenta la biodiversidad malgache en tiempos de la COVID-19.
El papel del turismo
Madagascar suele figurar entre los 10 países más pobres del mundo según el Fondo Monetario Internacional. El año pasado, más de 375 000 turistas visitaron Madagascar y los beneficios que genera cada año el sector son de casi 900 millones de dólares. Aunque dichas cifras parezcan modestas, hay que tener en cuenta que el viajero medio gasta unos 3000 dólares en un país donde el 75 por ciento de sus 25 millones de habitantes viven con menos de 1,90 dólares al día.
«Madagascar empieza a ser conocido entre personas que buscan nuevos destinos en África», explica Bruce Simpson, consejero delegado de Time and Tide, una colección de campamentos de safari de lujo que abrió un alojamiento ecológico de cinco estrellas, Time and Tide Miavana, en 2017 en la isla privada de Nosy Ankao, en Madagascar. Las elevadas tarifas por noche del hotel financian un proyecto para proteger a los lémures coronados y apoyan a los acuicultores locales de algas, que proporcionan una alternativa lucrativa a la sobrepesca.
Sin embargo, la falta de vuelos se traduce en una falta de huéspedes en Miavana y en el resto de hoteles y alojamientos ecológicos del país. Maholy Ravalohariminitra, residente de Photo Ark EDGE de National Geographic que se dedica a la conservación de la tortuga cabezona de Madagascar, señala que la falta de visitantes ha envalentonado a los animales de la isla y han empezado a salir de sus escondrijos. Es el caso de lugares como el parque nacional de Andasibe-Mantadia, del que están saliendo los lémures indri (y las serpientes, ranas y aves, entre otros animales).
Aunque el hecho de que la fauna silvestre recupere terreno pinta bien en redes sociales, la realidad amenaza con propinar un golpe devastador en Madagascar. «El turismo ofrece protección indirecta: más ojos y oídos dentro de las áreas protegidas mantienen a raya las actividades ilícitas», explica Rio Heriniaina, otro residente Photo Ark EDGE que trabaja para proteger a los indri.
Las tumbonas vacías salpican la playa de Ifaty en Madagascar, donde el turismo había aumentado antes de la pandemia de coronavirus.
Los conservacionistas esperaban que el incremento del turismo contribuyera a frenar la ola de deforestación ilegal, que podría devastar las últimas selvas de la isla para 2080 según modelos publicados el año pasado en la revista Nature Climate Change. La pérdida de hábitat y la caza de carne son los mayores peligros para los lémures.
Steve Goodman, biólogo de conservación estadounidense que ha vivido en Madagascar desde 1988, señala que los lugareños desesperados recurren a la explotación de los recursos naturales.
«El sector turístico se ha que quedado a cero», afirma Goodman, refiriéndose a la paralización repentina del flujo de efectivo en la economía del turismo. «Esto ha tenido un impacto enorme, tanto a un nivel superior como para los guías locales que necesitan alimentar a sus familias».
El epidemiólogo Christopher Golden, residente de National Geographic que lleva 20 años investigando el medio ambiente y la salud pública en Madagascar, se hace eco de esa inquietud. La ausencia de turistas «debilita y desestabiliza los incentivos que tiene la gente para proteger las áreas protegidas», afirma.
Cuando se producen desastres en el país, los agricultores malgaches recurren a la agricultura de corta y quema (prender fuego a los árboles para crear ceniza que fertilice el suelo) y los pescadores locales emplean métodos insostenibles en la costa. Otra consecuencia negativa de la pandemia es que tampoco pueden llegar los investigadores y los estudiantes visitantes que proporcionan apoyo práctico y financiero a las iniciativas de conservación de la isla.
Una historia de brotes
Hasta la fecha, solo se han confirmado poco más de 370 casos de COVID-19 y dos muertes en Madagascar. Sin embargo, los test son limitados y la polémica promoción de un tónico de hierbas por parte del presidente Andry Rajoelina (llamado Covid-Organics y cuya eficacia no se ha probado) complica la cuestión.
Por ahora, el peligro más inmediato para la salud pública detectado por Golden y su equipo de analistas de datos es un repunte de los casos de malaria, una consecuencia inducida por el comportamiento ante el coronavirus. «Cuando llegó la COVID, mucha gente abandonó las aldeas y se mudó a sus casas en pueblos remotos», explica. La temporada alta de malaria suele ser en abril, un mes en el que la gente no pasaría tanto tiempo en el bosque en circunstancias normales.
Estos problemas son solo los más recientes en la tumultuosa historia de Madagascar, que oscila de la conmoción política (la más reciente fue un golpe de estado de nueve meses en 2009) a brotes recientes de peste bubónica y cólera.
«Tenemos mucha experiencia con enfermedades muy antiguas», indica Sonja Gottlebe, una alemana criada en Madagascar que ha dirigido el turoperador local Boogie Pilgrim durante más de tres décadas.
Una mariposa cometa o mariposa lunar de Madagascar recién salida del capullo se seca las alas en el parque nacional de Andasibe-Mantadia.
En la Reserva Comunitaria de Anja, un lémur de cola anillada contempla el valle y los arrozales.
Con todo, la aparición de la COVID-19 ha inquietado a residentes como Gottlebe. Por ejemplo, a ella le preocupa su impacto en los visitantes europeos que mantienen a flote su empresa. Normalmente, el 60 por ciento de los visitantes extranjeros son franceses e italianos, países muy afectados por la pandemia.
A pesar de ello, no todo el mundo se ha puesto en lo peor: «Si nuestras cifras [de coronavirus] siguen siendo relativamente bajas frente a otros países, estoy seguro de que será algo positivo para el repunte del turismo. Madagascar está acostumbrado a afrontar crisis, lo que me hace creer que también resistiremos a esta», afirma Haja Rasambainarivo, cofundador malgache de Asisten Travel, cuya empresa ya ha tenido unas cien cancelaciones y aplazamientos.
La vista en el horizonte
Mientras el mundo espera a ver qué pasará, los turoperadores y los investigadores de Madagascar hacen todo lo que pueden. Tras cancelar el alquiler de su oficina a principios de mayo, Gottlebe ha trasladado sus operaciones a una habitación libre de su casa y se ha centrado en los viajes domésticos, una industria incipiente.
Simpson espera que la pausa global recalibre las motivaciones de los viajeros: «Quiero creer que, con tanta tristeza y amargura, esto haga que la gente sea más responsable y visite ecosistemas como Madagascar, cuya única protección podría ser el turismo».
En la selva de Ranomafana, el personal de Centre ValBio ha trabajado duramente cosiendo mascarillas, fabricando jabón y colocando estaciones de lavado de manos en los mercados locales. Las han dotado de gel desinfectante hecho con alcohol casero que han comprado a los ancianos de la aldea. Desde Nueva York, Wright ha desarrollado una serie de tours virtuales de pago para poder pagar a sus trabajadores y espera impedir que sus 35 años de trabajo de conservación de los lémures no se vayan, como dice ella, «por el desagüe».
«Es una época difícil para todo el mundo, pero los lémures solo viven en Madagascar y si desaparecen, no volverán», advierte.
Katie Knorovsky es exeditora de National Geographic Traveler y actualmente vive en Asheville, Carolina del Norte. Sigue sus aventuras en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.