¿Podrá Mallorca dejar atrás décadas de turismo de masas?

La isla balear ya ha empezado a recibir turistas, pero algunos vecinos buscan alternativas más sostenibles.

Por Jen Rose Smith
fotografías de Pep Bonet
Publicado 21 jul 2020, 13:45 CEST
Ca los Camps

La pintoresca playa de Ca los Camps, en Mallorca, se encuentra cerca de un bosque que alberga megalitos de la Edad del Bronce llamados talayots y lejos de las infames zonas de turismo de masas como Magaluf. Con la actual disminución del turismo, «ahora la belleza de Mallorca está frente a nosotros», afirma el fotógrafo Pep Bonet, que ha utilizado la tecnología infrarroja para destacar la faceta etérea de la isla en su estado actual.

Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic

Los primeros días de junio llegaron a una España silenciada por la pandemia de coronavirus. Por aquel entonces ya habían fallecido 27 000 personas con COVID-19 y el país se encontraba en pleno periodo de luto de 10 días para conmemorar a las víctimas. Las banderas ondeaban a media asta. Las familias, con las caras tapadas por las mascarillas, lloraban junto a tumbas recién construidas.

En Mallorca, los hoteles encalados seguían vacíos bajo el sol primaveral. Desde mediados de marzo, cuando cerraron los aeropuertos baleares, las playas cercanas habían estado vacías de turistas. La crisis económica ha agravado los estragos de la pandemia.

«Tenemos unos 200 000 puestos de trabajo que dependen del turismo», cuenta Rosana Morillo, directora general de turismo en Baleares. Morillo estima que aproximadamente el 25 por ciento de la economía de las islas procede directamente del turismo; si a eso se le suma el impacto indirecto, la cifra se acerca más al 35 por ciento.

La pandemia se ha traducido en una gran pérdida de ingresos en el archipiélago y, para algunos, el regreso de los turistas ha sido la máxima prioridad. Con todo, el turismo es un arma de doble filo en Baleares, donde los altos complejos hoteleros satisfacen las necesidades de las masas que buscan playas soleadas y bebida a mansalva. Para muchos vecinos, el turismo es un impulso económico que se ha convertido en una carga abrumadora.

Mucho antes de que el sobreturismo se convirtiera en una preocupación acuciante en ciudades como Barcelona o Venecia, Baleares era sinónimo de una industria turística descontrolada. Cuando los investigadores de turismo emplean el término «balearización», se refieren a la urbanización desenfrenada que pone el beneficio a corto plazo por encima de la sostenibilidad.

De repente, entre el dolor y la pérdida de la pandemia, los baleares han vislumbrado una vida distinta.

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    Sa Calobra

    La cala de Sa Calobra es una de las pocas vías de acceso al mar desde la sierra de Tramontana, una sierra declarada lugar Patrimonio de la Humanidad de la Unesco en la categoría de Paisaje Cultural por su agricultura en terrazas secular.

    Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic
    Embalse de Cúber

    El embalse de Cúber, ubicado en las faldas del Puig Major y del Morro de Cúber, abastece —junto al embalse de Gorg Blau— de agua a la ciudad de Palma de Mallorca y sus alrededores.

    Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic
    Es Llombards

    En esta imagen aérea de Es Llombards, cerca de la costa meridional de Mallorca, vemos un pueblo tranquilo en una zona que normalmente está plagada de turistas. La desaceleración causada por la pandemia «sustentará una isla más sostenible», afirma el fotógrafo Pep Bonet.

    Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic

    Tiempo de silencio

    Unas semanas después de que los turistas abandonaran Mallorca, Pere Tomàs salió a la terraza de su piso y vislumbró las alas grandes y oscuras de un buitre negro. Tomàs, un guía local que dirige excursiones por la naturaleza, anotó el avistamiento. Al estar confinado y sin trabajo, se dedicaba a rastrear a la fauna silvestre que resurgía en una isla silenciada por la pandemia.

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      «Podían verse especies muy raras que antes solo se veían al adentrarte mucho en el campo», cuenta. «Había menos perturbaciones».

      Con las medidas de desconfinamiento de principios de junio, los mallorquines salieron de sus casas y se toparon con un litoral soleado sin turistas en temporada alta, quizá por primera vez en la memoria de muchos.

      Sin el zumbido de los barcos turísticos de fondo, los pescadores sacaron las redes en bahías de aguas transparentes rodeados del sonido del viento y las olas. En el límite septentrional de la isla, el fotógrafo Pep Bonet recorrió sendas de montaña donde, en lugar de alemán e inglés, escuchó mallorquín.

      «Caminar por las playas fue increíble», recuerda el profesor Julio Batle, que disfrutó de la arena prístina en ausencia de las fiestas multitudinarias por las que se conoce esta isla mediterránea. «Incluso cuando yo era niño había demasiados turistas; esta es una situación nueva», cuenta Batle, que estudia economía y turismo sostenible en la Universitat de les Illes Balears. «Fue raro, pero precioso».

      Puerto de Palma de Mallorca

      En los últimos años, los cruceros han abarrotado el puerto de Palma de Mallorca (foto de 1929).

      Fotografía de Ullstein Bild, Getty Images
      Playa de El Arenal

      Cerca de Palma de Mallorca, la playa de El Arenal atrajo a hordas de turistas fiesteros en agosto de 2019. Estos viajes de borrachera son «casi como un rito de iniciación para muchos británicos y alemanes», cuenta el fotógrafo Pep Bonet.

      Fotografía de Clara Margais, picture alliance, Getty Images

      También supone un marcado contraste con la escena habitual de Mallorca, donde la escala del turismo prepandémico era sobrecogedora. En 2019, Mallorca recibió la friolera de 11,8 millones de visitantes, una cifra que empequeñece a la población local de un millón de habitantes. El costo de la vida se ha disparado, una tendencia agravada por la conversión de viviendas familiares en pisos de alquiler turístico.

      Las repercusiones medioambientales han sido graves. El turismo ha llevado al límite el consumo de agua. Las actividades urbanísticas han devorado laderas frágiles y los aviones y las flotas de coches de alquiler han generado una contaminación atmosférica que ya empujó a algunos vecinos a llevar mascarilla antes de la pandemia.

      Un día caluroso de julio de 2017, pasaba un avión cada 90 segundos por el aeropuerto Son Sant Joan de Mallorca, un ritmo récord. No es de extrañar que los buitres negros se alejaran de todo esto.

      Cómo el turismo ha devorado la isla

      Al contemplar las playas de color marfil y las calas de aguas turquesas de Mallorca, un observador podría considerar la industria turística de doble filo de la isla como algo inevitable: la simple suma de sol, arena y mar. Pero la escala del turismo no es algo casual: es el producto de la urbanización intencionada.

      En los años cincuenta, el régimen fascista consideró el turismo una fuente de ingresos muy necesaria; el gobierno aislado tenía sed de dinero extranjero. Las autoridades relajaron las fronteras y fomentaron la urbanización en las playas.

      En Mallorca, el tamaño de los hoteles se multiplicó, lo que dejó a Palma cercada por rascacielos construidos para atraer a la mayor cantidad posible de turistas con presupuestos ajustados. El turismo en cruceros siguió la misma curva de crecimiento abrupto: cada año llegan a Palma unos 500 barcos que transportan dos millones de pasajeros.

      Con todo, en los últimos años muchos mallorquines han señalado que, si el turismo de masas fuera una elección, no sería demasiado tarde para optar por algo distinto.

      El gobierno local parece estar de acuerdo y ha expresado su interés por un modelo más sostenible. En 2016, se introdujo un impuesto turístico para recaudar fondos para la restauración medioambiental. Las ciudades de vacaciones han tomado medidas contra el mal comportamiento de los turistas que tanto hastía a los mallorquines, con la esperanza de cambiar a los juerguistas por familias interesadas en la cultura local.

      ¿Podrá haber un futuro diferente?

      Por ahora, Mallorca se ha librado de la peor parte del virus, con menos de 2300 casos confirmados a 17 de julio. Y a pesar del terrible daño que ha causado la pandemia a las vidas y el sustento de personas de todo el mundo, algunos residentes se preguntan si también podría ofrecer la oportunidad de reconstruir el turismo a una escala más pequeña para favorecer las visitas significativas en lugar de a las masas.

      «He preguntado a los vecinos: “¿Cuántos habéis tenido la oportunidad de pasar el rato con los turistas?”», explica Batle, el investigador. Dice que, de la gente a la que le plantea la pregunta, muy poca ha vivido interacciones auténticas. Es una cuestión de escala y Batle cree que la pandemia podría ayudar a cambiarlo drásticamente. «Se ha abierto la ventana del cambio».

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        Philipp Baier

        El biólogo marino y fundador de Cleanwave Philipp Baier ha creado un laboratorio flotante a bordo de un yate clásico de 1965, Falcao Uno. Con la ayuda de científicos ciudadanos, investiga las especies invasoras y la contaminación por microplásticos. Se trata de una nueva forma de que los turistas que visitan Mallorca participen en la conservación del mar Mediterráneo.

        Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic
        Jaume Catany

        Jaume Catany es un agricultor que trabaja en Circle Carbon Labs, una empresa de investigación y desarrollo que regenera la tierra con desechos de la agricultura y secuestra carbono mediante un modelo de economía circular.

        Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic
        Gori Maiol

        Gori Maiol, pescador desde los 13 años, capitanea un llaüt (un barco mallorquín tradicional) y trabaja con Vincent Colom. Utilizan prácticas de pesca sostenibles, como echar redes con agujeros más grandes para que los peces pequeños puedan escapar o devolver a las langostas pequeñas al mar.

        Fotografía de Pep Bonet, Noor, National Geographic

        «Creo que la pandemia cambiará nuestras vidas», coincide Morillo, la directora general de turismo. Las discotecas y las juergas en la playa ya parecen vestigios del pasado en un mundo que se enfrenta a un brote. Y es evidente que la escala del turismo se verá muy reducida en el futuro próximo. Incluso los observadores más optimistas creen que solo abrirá el 50 por ciento de los hoteles de Palma para finales de julio.

        Conforme los turistas vuelven al archipiélago balear, Morillo espera que cambien los megaresorts costeros por los paisajes naturales, la cultura local, el ciclismo de montaña, la observación de estrellas o la escena gastronómica local.

        O la observación de aves. Tras meses de confinamiento, el naturalista Pere Tomàs por fin salió de casa a principios de junio para dirigir una excursión de observación de aves —en la que participó una pareja británica—por el parque natural de la Albufera, donde avistaron fochas morunas, una especie amenazada, y una rara garcilla cangrejera.

        Con pandemia o sin ella, miles de aves migratorias regresarán a estos humedales en otoño. Los turistas han regresado antes; los primeros aviones con visitantes alemanes aterrizaron a mediados de junio. Para intentar evitar brotes virales, se ha decretado el uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos (pero no en la playa) a partir del 13 de julio. Y tras unos cuantos incidentes recientes con turistas borrachos, las autoridades cerraron la zona de ocio principal de Palma de Mallorca. Con el cierre de bares y discotecas, se ha abierto la oportunidad de descubrir una faceta diferente de la isla.

        Incluso tras décadas de turismo masificado, muchos vecinos están de acuerdo en que es la naturaleza de Mallorca la que tiene la capacidad de asombrar a los visitantes, al menos a aquellos dispuestos a ir más allá de las zonas más urbanizadas de la costa. «Llegan aquí y ven que hay grandes espacios abiertos», cuenta Timothy Pennell, que lleva años residiendo en la isla.

        Pennell dirige el retiro de La Serranía en la sierra de Tramontana, un paisaje declarado Patrimonio de la Humanidad y moldeado por miles de años de agricultura a pequeña escala. Las terrazas se disponen a lo largo y ancho de las faldas de las montañas, entretejidas por plantaciones de olivos y árboles frutales.

        A mediados de junio, desde su casa, Pennell nos mostró el paisaje exuberante tras la primavera con la cámara del móvil. Una brisa de montaña movía las hojas. Las ovejas pastaban en el fondo.

        «Está en silencio», dijo. Muchos esperan que al menos parte de ese silencio se quede.

        Nota: Para algunas de las fotografías de este artículo, el fotógrafo empleó la tecnología infrarroja, que capta ondas más largas que las visibles por el ojo humano. Para este tipo de fotografía se necesita una película infrarroja o una cámara digital convertida, en este caso una Nikon Z7 sin espejo.
        Desde Vermont, Jen Rose Smith ha escrito artículos de viajes para Fodor’s, CNN y Outside. En 2018 vivió en Cataluña durante tres meses. Síguela en Instagram.
        El director y fotógrafo galardonado Pep Bonet ha documentado historias por todo el mundo. Hace poco, ha estado en cuarentena en Mallorca, donde se crió y donde vive actualmente. Síguelo en Instagram.
        Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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