Para esta familia, mantener Alaska salvaje y prístina es una misión que ha durado décadas
«No podemos permitirnos perder más terrenos salvajes por ningún motivo». En un lugar de abundancia, lo importante es el significado de preservar y proteger la naturaleza.
Un oso pardo descansa entre las cárices de Hallo Bay, Alaska. Esta bahía amplia y arenosa, ubicada en el parque nacional de Katmai, se encuentra al pie de los volcanes de las islas Aleutianas y atrae a una gran cantidad de osos pardos, que se congregan cada verano para alimentarse de las cárices ricas en proteínas.
El primer oso pardo aparece en cuanto establecemos el campamento. Parece que ha surgido de la nada en los campos de cárices y altramuz que crecen al pie de los glaciares. Ambarino, lustroso y gordo, el oso me mira a mí y a mi familia, metidos en nuestras tiendas, y pasa de largo con indiferencia. Es aquí, en la península de Alaska —los 800 kilómetros de tierras salvajes que se extienden entre el océano Pacífico y Bristol Bay—, donde pienso más en la abundancia inherente de un paisaje sano y donde más pienso en todo aquello que corre peligro.
Durante los veranos de su veintena, mis padres construyeron y dirigieron uno de los primeros albergues de observación de osos de la costa pacífica de la península. Cada verano, cuando millones de salmones migran desde el mar, más osos pardos que en cualquier otro lugar del planeta se congregan junto a los ríos de la región para comer peces y engordar. A lo largo de cinco años, en una cala remota llamada Chenik, mis padres guiaron a los turistas para que los vieran. En una región que antes estaba abierta a la caza de trofeos, acabaron conociendo a más de 20 osos individualmente y trabajaron para establecer la tolerancia y la confianza que pueden permitir que osos y humanos coexistan de forma pacífica.
Un autorretrato de Acacia Johnson (izquierda) y de la madre de Acacia Johnson, Leslie Johnson (derecha), que antes era guía de excursiones para observar osos pardos, en los campos de altramuz de Hallo Bay, en la península de Alaska, donde acampaba la familia.
A casi 100 kilómetros al noroeste de Chenik, una empresa minera canadiense está cada vez más cerca de una meta que lleva 20 años persiguiendo: explotar un depósito de cobre y oro en el norte de la península de Alaska, bajo un tramo de tundra salpicado de lagos y humedales. De construirse, la mina Pebble sería la mayor mina a cielo abierto del continente norteamericano. En una región propensa a los terremotos, utilizaría presas de materiales sueltos para almacenar cientos de millones de toneladas de relaves tóxicos —como selenio, mercurio, arsénico y ácido sulfúrico— en las cabeceras de las cuencas hidrográficas prístinas de la región de forma perpetua.
Los partidarios de la mina creen que estimulará la economía local, pero según una encuesta de julio del 2020, la mayoría de los alaskeños opinan que el proyecto tiene demasiados riesgos ambientales para apoyarlo. Durante el gobierno de Trump, el proceso de licencia de la mina se había acelerado y, aunque actualmente se ha paralizado hasta que la mina presente planes para mitigar los daños ambientales, el proceso está en sus últimas etapas. Si los relaves de la mina alcanzaran el nivel freático, el ecosistema sería envenenado y el hábitat de cientos de especies —como la mayor población de salmón rojo del mundo, más de 190 especies de aves y un tercio de los osos pardos que quedan en Estados Unidos— podría perderse de forma irreversible.
«En un lugar que alberga muchos “últimos”, la última gran migración del salmón, el último hábitat intacto del oso pardo, mucho depende de la naturaleza prístina del ecosistema», explica Drew Hamilton, extrabajador del Departamento de Caza y Pesca de Alaska. «Poner una mina y un puerto, una central eléctrica y trabajadores en zonas con esta densidad de osos es la fórmula para el desastre».
Aprender de la naturaleza y transmitir sus enseñanzas
Cuando mis padres, Leslie y Kirk Johnson, llegaron a Chenik en los años ochenta, la opinión de los alaskeños sobre los osos pardos había empezado a cambiar. Los biólogos habían descubierto que, si podía gestionarse la presencia humana de forma constante con el paso del tiempo —limitando el número de visitantes a grupos pequeños con guías, interpretar y respetar el comportamiento de los osos y nunca exponer a los osos a la comida—, determinadas poblaciones de osos podrían aprender a vivir con una presencia humana no intrusiva. En dichas condiciones, los osos ya no serían vistos como un trofeo de caza o una amenaza, sino como algo apreciado en su estado salvaje.
El concepto de la observación guiada de osos ha florecido con el tiempo: en la actualidad, decenas de miles de personas vienen a Alaska cada verano para ver osos y millones los admiran desde lejos con cámaras web que transmiten en directo. «La tolerancia de los osos inspira honor y admiración», dice mi madre.
Mi hermano Devin y yo éramos bebés cuando nuestros padres nos trajeron por primera vez a este territorio de osos y, para nosotros, la afinidad por la naturaleza siempre ha estado unida a una sensación de responsabilidad. En los años noventa, mis padres trabajaron sin descanso para incluir Chenik en el área protegida alrededor del cercano Refugio de osos pardos del río McNeil. Finalmente, el albergue que ayudaron a construir fue pasto de las llamas durante las acaloradas disputas entre los cazadores de trofeos y los observadores de osos, pero ahora la tierra está protegida y el amor por los osos que he heredado impulsa mi propio trabajo como fotógrafa, documentando los riesgos de la mina Pebble.
El litoral de Chenik, Alaska, visto desde el aire. El color es un efecto de las ventanas polarizadas del avión.
Un zorro rojo (Vulpes vulpes) curioso se acerca entre un campo de flores silvestres en Hallo Bay.
Durante la pandemia de coronavirus, mi hermano y yo regresamos a casa en verano para vivir con nuestros padres por primera vez en nuestra vida adulta. Ante esta reunión familiar imprevista, decidimos reconectar con el paisaje que había fomentado nuestro aprecio por los osos regresando a la región donde mis padres habían aprendido las lecciones de liderazgo que nos han transmitido.
El taxi aéreo nos deja en una vasta marisma al sur de Chenik. Hasta donde alcanza la vista, los osos de pelaje dorado y cobrizo se alimentan de las cárices ante una muralla de volcanes glaciados. Los campos están repletos de altramuz, potentilla anserina y geranios de todos los matices del violeta y el azul; las aves cantoras trinan y cantan en los árboles. Los animales ignoran nuestra presencia, como si hubiéramos estado ahí todo el tiempo. Me planteo cómo mi hermano y yo —biólogo y fotógrafa— escogimos nuestras profesiones, quizá inconscientemente, como actos de servicio a los lugares que nos han moldeado.
Devin Johnson (28), candidato a doctor en biología en la Universidad de Alaska Fairbanks, durante la acampada familiar.
Le pregunto a mi hermano qué cree que saca la gente de la naturaleza. «En cierto modo, regresamos a nuestro estado natural, con repercusiones positivas en nuestra salud física y mental», afirma. «Nos recuerda que solo somos una entre millones de especies en este planeta. Nos ayuda a replantearnos nuestras prioridades».
Reflexiono sobre sus palabras mientras atravesamos los pastizales, vadeando ríos glaciares entrelazados. Veo cómo mi madre y mi padre interpretan el comportamiento de los osos pardos con los que nos cruzamos, indicándonos cuándo avanzar y cuándo dar más espacio a los animales. Pienso en que, aunque los relaves de la mina propuesta no se filtraran, sus vías de transporte fracturarían el hábitat intacto que necesitan los osos pardos de la región para salir adelante. Pienso en el puerto industrial propuesto a solo seis kilómetros de Chenik y cómo perderíamos las delicadas relaciones interespecíficas que han cultivado mis padres si los osos aprenden a asociar a los humanos con la comida o el peligro.
Mi madre dice que la conservación significa tomar decisiones para la preservación y hacia la sostenibilidad. Dice que significa respetar a la Tierra para que pueda seguir nutriéndonos. Mientras paseamos, me imagino una imagen clara del panorama. Los ríos forman el hábitat de salmones más productivos del planeta, sustentando una pesquería de salmones de 1500 millones de dólares, 14 000 empleos en el sector pesquero y los hogares ancestrales de más de 30 tribus indígenas. Las personas llevan miles de años conviviendo con los osos, compartiendo los mismos recursos alimentarios.
Las huellas de un oso pardo cubren las riberas glaciales de Hallo Bay.
Kirk Johnson, exguía de excursiones de observación de osos pardos, vadea un río glaciar limoso.
Recientemente, me topé con el concepto de amnesia medioambiental generacional del profesor de psicología Peter Kahn: la idea de que cada generación acepta el paisaje de su infancia como normal, independientemente de cómo lo haya arrasado la industria humana. Cuando pienso en la mina Pebbel, recuerdo la advertencia de mi padre sobre el delicado equilibrio necesario para preservar las pocas joyas que quedan en el mundo. «No podemos permitirnos perder más terrenos salvajes por ninguna causa», afirma. Pienso en lo que se pierde cuando hacemos suposiciones sobre lugares tan grandes como Alaska, cuando asumimos que esta naturaleza siempre estará aquí. Y creo que la defensa medioambiental es una tarea en marcha, que las historias que heredamos son un regalo y que nuestra responsabilidad es transmitirlas.
Por ahora, recorremos los campos de iris salvaje, bebemos el agua dulce y fría de los glaciares, acampamos entre las flores y la hierba. Un zorro curioso se nos acerca, sosteniéndome la mirada con unos brillantes ojos ambarinos. Y decido seguir soñando y trabajando por la conservación, cuando podemos valorar los lugares no por los que podemos sacar de ellos, sino por lo que nos dan cuando prosperan.
Acacia Johnson es una fotógrafa, escritora y artista de Alaska y se dedica a documentar las relaciones humanas con la naturaleza.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.