Escenas de una crisis migratoria a ambos lados de la frontera
Estos inmigrantes, solicitantes de asilo, trabajadores humanitarios y agentes de la ley luchan por lograr una vida mejor y comunidades más fuertes en la frontera entre Estados Unidos y México.
«Soy la madre y el padre», afirma Rubén España. Con 25 años, es padre soltero, y en el lado mexicano del Puente Internacional Portal a las Américas, coge en brazos a su hijo de dos años, Dylan Fabricio. Ambos han pasado dos meses y medio caminando y haciendo autostop desde Honduras a Nuevo Laredo, México. Han dormido en un cuadrado de cartón junto al borde del puente con cientos de hondureños, cubanos y venezolanos que aguardan para cruzar a Estados Unidos para solicitar asilo.
España oyó hablar de la política de separación del presidente Trump mientras viajaba. «Me da miedo, pero tengo que correr el riesgo», explica. «Imagine que me separan de mi hijo después de lo mucho que he luchado y sufrido. Pero la mayoría nos arriesgamos porque no tenemos otra opción». Dice que, aunque le separasen de su hijo, preferiría una cárcel en Estados Unidos a que le deporten a Honduras, donde le aguarda una muerte probable.
No es el único que se arriesga. España es una de las decenas de miles de personas que acuden a la frontera de Estados Unidos cada mes —aproximadamente 50.000 en cada mes de los últimos de 2018— en busca de seguridad y éxito. Aunque estas cifras eran similares en 2016, los solicitantes de asilo han informado de la lentitud de la respuesta por parte de las autoridades y afirman que solo reciben cinco o diez personas cada día en algunos lugares, entre ellos el Puente Internacional Portal a las Américas. El retraso implica que personas como España pasan varias noches durmiendo justo al puente, esperando su turno.
El lento proceso se ve agravado por el miedo ante las recientes políticas del gobierno de Trump, particularmente la decisión de separar a los niños de sus padres cuando las familias llegan a la frontera. En los últimos meses, 2.342 niños han sido separados de 2.206 padres que cruzaron a Estados Unidos. La política ha provocado críticas de ciudadanos y políticos de gran parte del espectro político, y la creciente crisis ha estado en el primer plano de la conversación sobre la inmigración a nivel mundial.
Pese a la política de separación, los padres —incluidos los padres solteros como España— hacen cola para llegar a la frontera de Estados Unidos. La larga cola de inmigrantes esperanzados en el puente está llena de hombres jóvenes que sostienen en brazos a niños. Alfredo Hernández espera con su hijo de dos años, Axel Alfredo. Erik, hondureño de 25 años, acuna a su hija de un año, Melanie, mientras relata su experiencia: «Salimos hace cinco meses. Vinimos en bus, caminando, lo que fuera más barato». Daniel Ríos, con su hijo de nueve meses, Denis, dice entre lágrimas: «Esperamos que tengan piedad y que no nos separen de nuestros hijos. Él es lo único que tengo, y yo soy lo único que tiene. Si lo separan de mí, ¿qué pasará? Será peor. Huyo para estar con mi familia».
Más adelante, en el puente, los universitarios venezolanos Omar Garillo, su primo Yackey Delgado y la mujer de Delgado, Estefany Sánchez, comen pollo frito. En Venezuela, los tres estudiantes formaban parte de un movimiento opositor al gobierno en su universidad. Durante los dos años que pasaron protestando contra el gobierno, dicen haber visto cómo mataban a sus compañeros con granadas lacrimógenas, les atropellaban y les daban palizas hasta dejarlos casi muertos. Se habían escondido en las clases y los baños del campus, declarándolo «una zona de guerra».
Los estudiantes hablan de la falta de electricidad, comida, agua, compresas y medicamentos en Venezuela. Garillo señala su comida y dice: «Este pollo vale más de cuatro meses de trabajo allí». Saca un fajo de dinero venezolano, declara su falta de valor y lo ofrece como regalo. «Al contarte esto, nos estamos arriesgando... Si los Estados Unidos no quieren protegernos, nunca volveré a Venezuela. No puedo volver, porque si vuelvo me encarcelarán».
El miedo de Garillo a que le denieguen la entrada no está infundado. Si los solicitantes de asilo del puente no lo consiguen, podrían acabar deportados, un destino que han corrido muchos hombres que regresan en buses abarrotados a Nuevo Laredo, México, cada día.
Uno de estos jóvenes señala el enorme tatuaje en cursiva que le envuelve el cuello. «Son los nombres de mis hijas, Blanca Daniela y Lucía Liliana», afirma José Antonio González. González, un obrero de Guanajuato, México, esperaba poder encontrar trabajo en Estados Unidos y enviar dinero a su mujer e hijos. Tras atravesar el Río Bravo nadando, llegó a las montañas de Estados Unidos, donde pasó tres días sin agua hasta que lo detuvieron y lo enviaron a un centro de detención.
Los tatuajes marcan casi cada centímetro de la piel de sus brazos: líneas oscuras y enmarañadas de ojos y una corona de flores a un lado, la forma sombría de la Parca al otro, y «La Vida Loca» en cursiva en la muñeca. Los tatuajes de González, apartado de su hogar y su tierra por la pobreza y la violencia, son un recuerdo corporal, una forma de llevar consigo una vida que ha dejado atrás.
Llega junto con otros 25 hombres al Instituto de Tamaulipas para Inmigrantes, en Nuevo Laredo, un centro dedicado a ayudar a los deportados de Estados Unidos. Todos están empapados de sudor en una mañana en la que las temperaturas ya superaban los 37 grados centígrados. El fundador y director del instituto, José Martín Carmona Flores, recibe a los hombres y les dice: «Estáis aquí porque fuisteis más hábiles, más inteligentes, más astutos, más resistentes, más sabios. Todas esas cualidades son necesarias para triunfar y tener éxito en casa, en la familia y en la sociedad». Carmona Flores les dice que pueden aplicar las lecciones que han aprendido al cruzar la frontera, conseguir trabajo e intentar enviar dinero a sus familias para conseguir una nueva vida mejor en México.
Tras responder a las preguntas de los inmigrantes, vuelve a su oficina. Allí explica que «tienen que valorarse y no pensar que les han derrotado. ¿Por qué? Porque muchos han muerto y sus cadáveres son la prueba. Pero ellos llegaron vivos y más fuertes, más resistentes, y deberían darse cuenta de lo que son capaces, y si pueden hacer eso en casa, serán nuestros próximos líderes, nuestros próximos jefes».
Para ver a hombres como González cruzar el Río Bravo y entrar en Estados Unidos ilegalmente, uno solo tiene que ir a la orilla del río en Nuevo Laredo una tarde de domingo, cuando las familias locales nadan en las aguas verde azuladas. En el punto álgido del calor de mediodía, cuando la patrulla fronteriza cambia de guardias, un grupo de ocho hombres atraviesa el río aferrándose a una pila de bolsas de plástico negras y pataleando frenéticamente. Se deslizan sobre la lodosa orilla estadounidense llevando solo ropa interior, sacan la ropa de las bolsas negras, se visten y desaparecen entre los arbustos.
Entrar en Estados Unidos es solo el primero de los obstáculos para los hombres y mujeres que optan por esta ruta. Algunos se enfrentan a un alto riesgo de explotación y abusos por su falta de documentación.
La hermana Rosemary Welsh —una mujer alta y fuerte de pelo corto— trabaja para proteger a estas personas en situaciones inseguras en la Casa de Misericordia, un centro de acogida para víctimas de violencia doméstica en Laredo, Texas. En sus 20 años de existencia, el centro nunca ha rechazado a nadie y la mayoría de personas que alberga hoy están indocumentadas. Para responder a sus necesidades, la organización se coordina con otras agencias municipales y estatales.
Welsh no escatima en palabras a la hora de dar su opinión: cree que el gobierno de Trump ha tratado a los inmigrantes de forma inhumana. Es voluntaria en centros de detención y ha visto de primera mano los efectos de la nueva política de separación de familias. Recientemente, ha estado consolando a padres que habían sido separados de sus hijos sin saber dónde estarían ni si volverían a reunirse con ellos. Frustrada ante esta práctica y refiriéndose al presidente, pregunta: «¿Qué tiene en contra de la población de inmigrantes?». Pero entiende la importancia de colaborar.
«Siempre hemos trabajado estrechamente con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas y la Patrulla Fronteriza», explica. «Con esta gente no puedes mostrarte conflictivo».
Soledad Casas se quedó en el centro de acogida durante dos semanas en el año 2000 y desde entonces ha trabajado como voluntaria. En un almacén lleno de ropa para quienes llegan sin nada, habla de sus hijos, que ahora tienen 18, 15, 13 y 10 años. Casas estaba indocumentada cuando sufrió violencia doméstica. Dice que se quedó demasiado tiempo en esa relación por miedo a que la deportaran sin sus hijos. El objetivo de la Casa de Misericordia es dar a las mujeres en la situación de Casas una forma de salir y un sistema de apoyo para construir una vida más segura y estable.
A unos 200 kilómetros al norte de Piedras Negras, México, el padre José Guadalupe Valdés Alvarado reparte el pan con la comunidad de inmigrantes a la que ayuda en el centro de acogida que dirige. A primeras horas de la mañana, reza con un grupo de hombres frente a platos de huevos, alubias y tortillas. Tras rezar, mientras los hombres comen, regresa a la cocina comunitaria para ayudar a limpiar a los cocineros voluntarios. Explica que su objetivo principal en este momento, teniendo en cuenta las políticas de inmigración del gobierno de Trump, es ayudar a reunir a los niños separados de sus padres en la frontera.
Habla de un padre guatemalteco al que ayudó hace poco. Deportado sin su hijo, que permanece detenido en Estados Unidos, el padre se dirigía de nuevo a la frontera para encontrarlo. La mayoría de inmigrantes que llegan al refugio habían oído hablar de la política de separación, pero no creían que les pasaría a ellos. Creían que lograrían el sueño americano, explica. «Siempre traen esa ilusión, ese sueño, y esa es su esperanza. No queremos quitarles su esperanza».
A veces, esa esperanza se convierte en miedo cuando los inmigrantes entran en Estados Unidos. Los inmigrantes indocumentados, muchos de los cuales han vivido y trabajado junto a la frontera durante décadas, suelen temer convertirse en el blanco de las fuerzas de la ley. Aunque Texas es conocida por la SB4, una ley que permite a los agentes locales aplicar las regulaciones de inmigración federales en nombre de una agencia federal solicitante y que según la ACLU (American Civil Liberties Union) de Texas «obliga a los gobiernos locales y las fuerzas de la ley a hacer el trabajo que corresponde a las autoridades federales», no todos los agentes creen en dichas políticas.
Al otro lado de la frontera de Piedras Negras, en la localidad de Eagle Pass, Texas, el departamento del sheriff no cree que pedir a los inmigrantes sus papeles en las calles logre su objetivo de mayor seguridad.
El sheriff Tom Schmerber está sentado tras su mesa. Lleva un sombrero vaquero de ala ancha y las banderas de Estados Unidos y Texas flanquean su espacio de trabajo, con un AR-15 enmarcado en la pared. Antes de llegar a sheriff, Schmerber fue profesor y después agente de la patrulla fronteriza durante 26 años. «Somos sus ojos, pero no nos interesa la situación migratoria de la gente que anda por la calle», dice acerca de la patrulla fronteriza.
Mientras recorre la cárcel conectada a la comisaría de policía, el sheriff Schmerber habla de los recientes criterios nacionales respecto a la inmigración. Manifiesta su desacuerdo con la política del gobierno de Trump de separar a padres e hijos en la frontera. «Provoca dolor, y las madres de los padres están en alguna parte, y sus hijos están en alguna parte, y va a ser complicado encontrar a los niños», afirma. «¿Cómo vamos a encontrar a esos niños? ¿Cómo vamos a reunirlos?».
Respecto al muro, dice que los ganaderos, terratenientes y personas a quienes les gusta nadar y pescar en el río se oponen, porque separaría su ciudad fronteriza de Piedras Negras, México, donde mucha gente tiene familia, y porque sería ineficaz para aumentar la seguridad. Con la mirada y la voz bajas, simpatiza con los inmigrantes: «Están desesperados. La gente está desesperada. Nosotros estamos aquí. Lo tenemos fácil. Tenemos una vida. A veces olvidamos que la vida es más dura».
La International Women’s Media Foundation ha apoyado este proyecto.