Así trabaja el único médico de este municipio filipino para prevenir la COVID-19
Anthony Cortez protege a los 56.000 residentes de Bambang, en Filipinas, mediante el rastreo de contactos, la cuarentena... y los cotilleos.
Anthony Cortez es el único médico comunitario que atiende a Bambang, una localidad de 56.000 habitantes en Filipinas. Además de proporcionar atención primaria a muchos residentes que no pueden permitirse un médico privado, Cortez encabeza la lucha de la ciudad contra el coronavirus.
Francisco Fernández falleció tras caerse de una moto. El hombre de 45 años, que trabajaba asignando asientos a los pasajeros de los minibuses municipales, era muy querido y una parte integral de la comunidad. Con todo, con un trabajo de cara al público y una mancha en el pulmón, se le consideraba un posible portador de la COVID-19. Un médico ordenó a su familia que lo enterraran cuanto antes, en contra de la tradición filipina, y que las ocho personas que vivían con él —su hermana, su cónyuge, sus hijos y sus parientes ancianos— se pusieran en cuarentena durante 14 días en su casa abarrotada.
Con todo, cuando Anthony Cortez, el médico que había ordenado el entierro rápido y la cuarentena, se pasó para ver cómo estaba la familia de Fernández, ninguno expresó resentimiento. Sus rostros se iluminaron y los niños lo saludaron con entusiasmo. «Es agradable volver a verte», dijo Nenita Fernández, la hermana de Francisco.
Cortez, el único médico comunitario de Bambang, ha supervisado su atención médica durante años. Ellos confían en él y él los hace reír. La familia salió para que el doctor, que llevaba una bata blanca, vaqueros desgastados y una camiseta, les tomara la temperatura. Cuando los niños intentaron chocar los cinco por no tener fiebre, Cortez, con su mascarilla, pantalla facial y guantes de látex, los chocó en el aire.
Cortez visita a la familia de Francisco Fernández, que falleció con un supuesto caso de COVID-19. Cortez puso a la familia en cuarentena durante 14 días y él o un enfermero pasan por su casa a diario para comprobar si tienen síntomas.
A veces, la gente se enfada con Cortez por ponerlos en cuarentena, pero la familia de Fernández, como su hermana Nenita (izq.), estaba contenta de ver al médico.
Cortez examina a Delmar Vila en su oficina en la pequeña clínica médica en el centro de Bambang. Últimamente, recibe a entre 80 y 100 pacientes al día.
Cortez mantiene al distancia social durante una cena en casa con su mujer, Maluchi, y su hija, Ai.
Cortez es el cuidador primario y especialista en primeros auxilios para los 56.000 habitantes de Bambang, mi hogar, a unos 320 kilómetros al norte de la capital, Manila. Durante 21 años, ha dirigido la Unidad de Salud Rural local, una de las clínicas financiadas por el gobierno filipino que ofrece atención médica básica. Los niños han crecido y los mayores han envejecido al cuidado de Cortez y de los 40 enfermeros y comadronas que trabajan con él. También atiende a mi familia.
«No solo curamos. También somos facultativos, gestores, administradores, somos multitarea».
Cuando se confirmó el primer caso de coronavirus en Filipinas el 30 de enero, la respuesta del municipio quedó en manos de Cortez. Él y el alcalde Pepito Balgos, exmédico comunitario, decidieron aplicar medidas basadas en la ciencia que, si era necesario, podrían ir más allá de las restricciones nacionales. Y aunque la Organización Mundial de la Salud señala que los casos están aumentando más rápido en Filipinas que en ningún otro país del Pacífico occidental, China incluida, Bambang no ha notificado ni un solo caso hasta la fecha.
Cortez y Balgos son plenamente conscientes de la amenaza que supone el virus para Bambang. La Autopista Marhalika atraviesa el municipio, que se encuentra en un valle rodeado de montañas. Es como un sumidero. Cualquiera que se dirija al sur, a Manila, o al norte hacia el resto del país pasa por Bambang.
Cortez enseguida estableció un sistema de rastreo de contactos. Al igual que la mayoría de los municipios filipinos, Bambang se divide en pueblos, o barangays, administrados por jefes. A partir de la información de las 25 pueblos del municipio, elaboró una lista de personas que habían viajado a otras comunidades, sobre todo a China, desde diciembre y las puso en cuarentena. También trabajó con la suposición de que todos los recién llegados eran asintomáticos —infectados pero sin síntomas— y los puso en cuarentena durante 14 días independientemente de su exposición o su historial de viajes. Cualquiera con síntomas debía ser trasladado a un centro de aislamiento establecido en las montañas. Hasta la fecha, el centro ha permanecido vacío.
«Lo más seguro es asumir que todo el mundo es positivo», explicó.
Los agentes de policía comprueban los documentos de viaje y médicos de los motoristas en la frontera entre las provincias de Nueva Ecija y Nueva Vizcaya, donde se encuentra Bambang. Se han limitado los viajes entre provincias para prevenir la propagación del coronavirus.
El enfermero Freddie Rick Hufalar toma la temperatura a Jubilee Ann, una residente de Bambang que ha vuelto de Manila. No le permitieron entrar en la ciudad porque no tenía los documentos de viaje necesarios.
Cortez (izq.) y Pepito Balgos, alcalde de Bambang y exmédico comunitario, inspeccionan un nuevo centro de aislamiento para pacientes de COVID-19 en las montañas sobre la ciudad.
Cortez comprueba la hora mientras abandona el centro de aislamiento en camino a su próxima cita.
La brigada de cotillas
Para rastrear a los recién llegados y a los residentes que volvían, Cortez recurrió a una ventaja de las localidades pequeñas: los cotillas. Los jefes de los barangays pidieron a la gente que vigilara a los vecinos, normalmente a mujeres mayores, para controlar a los recién llegados al pueblo. A continuación, el jefe informaba de las noticias al médico, que enviaba a enfermeros a la zona. (Cortez verifica la información y acalla los rumores infundados sobre casos positivos.) Los integrantes de esta «brigada de cotillas» extraoficial están entusiasmados por poder participar. Es su momento de gloria.
Yo misma me vi envuelta en la cuarentena. Cuando tuve que ir a Manila por trabajo, pedí a Cortez un certificado médico y un pase de viaje, la documentación requerida por el gobierno para salir del municipio. Cuando volví, el médico me dijo que debía pasar 14 días aislada, así que tuve que quedarme en mi habitación, separada del resto de mi familia. Mi padre me dejaba bandejas con comida frente a la puerta y hablábamos por videollamada, aunque estaba en la habitación de al lado. Me advirtió que no debía incumplir la cuarentena, porque los vecinos se enterarían y me culparían si hubiera un brote. La soledad fue terrible; la paranoia, peor aún. Olía constantemente para cerciorarme de que no había perdido mi sentido del olfato, un síntoma del virus.
Cortez explicó sus tácticas estrictas: el aislamiento había demostrado ser eficaz con el paso del tiempo y había que recurrir a él ahora porque no hay cura ni vacuna y los test son limitados y lentos. La única forma de controlar el virus es aislar a las personas que entran en Bambang.
Ha habido cierta resistencia. Cada día, cuando Cortez y los enfermeros visitan a las personas que están en cuarentena, algunas los insultan o se niegan a cooperar. Otras intentan razonar con ellos para salir. Pero cuando llegó la noticia de que había muchos muertos en países con mejor sanidad que Filipinas, como Italia, más gente empezó a tomárselo en serio.
En un principio, el gobierno nacional restó importancia al virus, pero el 17 de marzo instauró cuarentenas regionales. Hasta el 1 de mayo, estuvimos en una «cuarentena comunitaria mejorada» (ECQ, por sus siglas en inglés): se restringieron los viajes, cerraron todos los comercios salvo los esenciales, se canceló el transporte público y todos tuvimos que quedarnos en casa salvo para salir a la compra o al médico.
Hezerieeadle Palbo cierra la puerta de su tienda en el mercado de Bambang, que fue demolido durante la renovación.
Solo se permitió que una persona por hogar comprara en el mercado de Bambang, que permaneció abierto durante la cuarentena comunitaria. Los vendedores perdieron dinero y ahora tienen que trasladarse a un nuevo espacio mientras renuevan el mercado.
Un hombre toma la temperatura a un cliente antes de permitirle entrar en el mercado.
Ahora estamos en cuarentena comunitaria general (GCQ, por sus siglas en inglés). (A veces bromeamos diciendo que pronto estaremos en BBQ.) La GCQ es menos restrictiva, pero sigue siendo estricta. Las personas de más de 59 años y de menos de 20 deben quedarse en casa, solo puede ir a la compra una persona por hogar y el uso de mascarilla es obligatorio en público bajo pena de multa.
Bambang ha ido más allá de las recomendaciones del gobierno. Cualquiera que entre debe acceder a ponerse en cuarentena durante 14 días o regresar al lugar de donde ha venido.
En la cuarentena mejorada, Cortez temía que los pacientes tuvieran demasiado miedo para buscar tratamiento para otras enfermedades, como la tuberculosis (Filipinas tiene la tercera tasa de tuberculosis más alta del mundo) o enfermedades crónicas como la hipertensión o la diabetes. Pidió a los enfermeros, a los que asignaba a pueblos específicos, que entregasen la medicación a los pacientes y que vacunaran a los niños en sus casas. La clínica tiene una lista de las personas que necesitan este tipo de intervenciones en la que figuran miles de nombres.
He vivido toda mi vida en Bambang y esta es la primera vez que comprendo lo eficaz que es la clínica.
Cortez y su personal están desbordados por la cantidad de pacientes. La clínica, que se encuentra cerca del ayuntamiento, es pequeña. Alberga la oficina de Cortez, donde atiende a los pacientes, una sala de consultas diminuta donde los pacientes ven a un enfermero, una pequeña sala de espera, un paritorio, una sala para intervenciones quirúrgicas menores y una cocina. No es lo bastante grande para la población a la que atiende. Pero como les gusta decir a Cortez y sus empleados: «Trabajamos con lo que tenemos».
Los pacientes hacen fila fuera y Cortez da prioridad a los ancianos y a quienes han viajado desde las montañas. Recibe a entre 80 y 100 pacientes al día. «No es lo ideal. Normalmente vas rápido», dice.
Hace poco, Cortez parecía alicaído. Lee constantemente las novedades sobre el coronavirus, cargando con una mochila llena de estudios entre su casa y la clínica. Los médicos comunitarios no son tan respetados como los «glamurosos» médicos de hospital, pero son esenciales. Si los médicos comunitarios no pueden controlar la pandemia, los hospitales urbanos se saturarán. Al parecer, las unidades de cuidados intensivos de Manila están llenas. Cortez dice que es inevitable que el coronavirus llegue a Bambang.
El fin de los funerales tradicionales
Incluso sin infecciones confirmadas, el coronavirus ha puesto patas arriba la vida y las tradiciones de Bambang, como evidenció el funeral de Francisco Fernández. Él trabajaba en los yipnis, la versión filipina de los minibuses, asignando a los pasajeros a sus asientos. (Yo me topaba con él cada vez que usaba un yipni para ir a la universidad en una localidad cercana.) Fernández fue tratado como supuesto caso de COVID-19 porque estuvo en contacto con el público y padecía una enfermedad respiratoria antes de su muerte. Según las normas de Cortez, tuvo que ser enterrado a las 12 horas de su fallecimiento y solo pudieron asistir unos pocos familiares.
Los familiares bajan el ataúd de Fernández a su tumba con la ayuda del enfermero Freddie Rick Hufalar (dcha.). En Bambang, los funerales duran varios días y Fernández era conocido porque asistía a la mayoría, pero no tuvo funeral propio.
Markjay Belacruz tuvo que cavar la tumba de su primo, Francisco Fernández, que padecía un supuesto caso de COVID-19, porque los sepultureros habituales tenían demasiado miedo.
Nenita Fernandez solloza sobre el ataúd de su hermano, que estaba sellado con plástico.
Pero en Filipinas los funerales son grandes acontecimientos, como las fiestas de cumpleaños o las reuniones familiares. Duran una semana e incluyen karaoke, bingo, partidas de cartas e incluso música en directo si la familia es rica. Todo el mundo es bienvenido. Decimos que son seis días de felicidad y uno de llanto. Despedirnos de los difuntos a toda velocidad y con poca gente contradice nuestra cultura.
Fernández no tuvo tal funeral. Solo acudieron diez personas. Las pompas fúnebres proporcionaron el ataúd y el enfermero del distrito ayudó a trasladarlo por el empinado camino hasta el cementerio. No hubo celebración, solo un largo camino por la ladera de una montaña mientras su hermana, Nenita, sollozaba.
Fernández era conocido en Bambang como el señor que acudía a todos los funerales. El hombre que nunca se perdió ni una celebración de los difuntos no tuvo una propia. El resultado de su test de coronavirus llegó diez días después; era negativo.
Xyza Cruz Bacani es una fotógrafa callejera y documental filipina. Sigue su trabajo en su página web o en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.