La Amazonia arde y se culpa a los ganaderos, pero no es tan sencillo
Tras haber trabajado en la Amazonia durante más de 20 años, un fotógrafo de National Geographic reflexiona sobre los responsables de los incendios y la deforestación.
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Buxo se giró y me dijo: «Hazlo tú». Cavilé un segundo y me negué. «No, hazlo tú», respondí. Quería presenciarlo, pero no estar implicado. Estaba nervioso, el corazón me latía a toda velocidad. Buxo estaba emocionado, era incapaz de dejar de sonreír. A sus pies, sobre la hojarasca, había una mancha negra y brillante. Un poco de gasolina y petróleo que había rociado con la vieja botella de agua mineral que sostenía en la mano izquierda. Negó de forma burlona, se inclinó y encendió la mancha con su mechero. Prendió al instante mientras apartaba la mano. En pocos segundos, las llamas se habían propagado más allá del petróleo, consumido las hojas circundantes y lamido las ramas muertas dispuestas sobre ellas. Un minuto después, medían tres metros, se deslizaban chisporroteando hacia las copas de los árboles y entre la maraña de ramas secas que yacía en el suelo. Este momento había sido planificado con un año (o más) de antelación. Los árboles habían sido derribados, abandonados durante la estación lluviosa para que se secaran con la estación seca.
Dino, el padre de Buxo, chilló de emoción y me gritó sobre el crepitar del fuego. «En unos años, todos tendremos vacas por aquí», me dijo. Intenté sacarle fotos, pero el incendio se había intensificado. La cámara me protegió la cara del calor durante unos instantes, pero entonces los pelos de los dedos se me rizaron cuando mis manos empezaron a quemarse y tuve que saltar hacia atrás. Es casi indescriptible, esa sensación de estar junto a un gran incendio forestal que se propaga deprisa. El poder, el miedo, la adrenalina; el calor inimaginable que te pela la cara y que te golpea como un muro invisible del que no tienes otra opción que huir. En cuestión de diez minutos, toda aquella zona era un infierno en llamas. Dino corrió hacia mí y me alejó hacia el bosque, a un lugar seguro.
Llevaba unos diez días viviendo con Dino y su familia. Quería comprender cómo vivían y trabajaban en la selva. Eran «los malos», los ganaderos que talan y queman, que habían asolado y destruido gran parte de la Amazonia occidental y que llevaban décadas haciéndolo. Me moví con ellos, trabajé con ellos, les ayudé a etiquetar a las crías, a vacunar a las vacas, a matarlas y descuartizarlas, a matar cerdos, a arreglar vallas. Mis manos, con ampollas y sangre seca, estaban hechas un desastre. Por las noches nos sentábamos junto a la gran familia de Dino, hablábamos y reíamos mientras asábamos carne y bebíamos cerveza. Enseguida me sedujo el hechizo de unas de las personas más hospitalarias y cordiales que he conocido en mi vida. Y pensé que, si estos eran «los malos», entonces teníamos la historia equivocada.
La deforestación se ha intensificado en 2019, lo que ha provocado miles de incendios que arrasan el sur de la cuenca amazónica. Los datos del Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil (INPE, por sus siglas en portugués) muestran un incremento de un 85 por ciento en los incendios respecto al 2018.
La ganadería en la Amazonia es quizá la culpable principal de los incendios que vemos ahora. Se trata de una industria de miles de ganaderos a pequeña escala que talan y queman el bosque y lo convierten en pastos. Como consecuencia de esta práctica, los incendios arrasan la Amazonia cada año. Sin embargo, son incendios principalmente provocados por el hombre, a diferencia de los grandes incendios que arden en Siberia y Alaska, que suelen ser naturales. Como se ha talado tanto bosque, el clima de la región está empezando a cambiar, a secarse. Esto agrava una práctica ya destructora de por sí. A mayor escala, la idea de deforestar una selva para crear pastos para el ganado es lo más estúpido que pueden hacer los humanos. La selva secuestra carbono de la atmósfera y lo encierra; eso es algo bueno y muy necesario. Al mismo tiempo, los árboles de la Amazonia producen oxígeno. Si se talan y se queman, los árboles dejarán de producir oxígeno y liberarán el carbono en la atmósfera. Si en la tierra ponemos ganado, habremos remplazado los árboles con animales que producen niveles peligrosos de gases de efecto invernadero.
Dino y su familia son las personas más destructoras del medio ambiente que he conocido jamás, pero también las más amables. Son una familia que trata de sobrevivir en un entorno muy hostil mediante una labor brutal y dura. Por consiguiente, su opinión y su interpretación de los problemas a los que se enfrenta la Amazonia difieren mucho de las mías. Yo considero la Amazonia un lugar de un valor extraordinario, una catedral de vida que debería ser venerada y protegida a cualquier precio; el mundo la necesita, todos la necesitamos. Dino considera la Amazonia un recurso vasto que se regenera y le permite alimentar a su familia. Tras hablar mucho con él, me di cuenta de que el respeto que siempre por ella es tan profundo como el mío, solo que la veíamos de forma muy diferente.
La mañana después del incendio, volví a la tierra. Estaba chamuscada, negra y gris. Columnas de humo azul emanaban de los pocos troncos de los árboles que permanecían en pie, tótems abrasados, monumentos de la estupidez humana. La ceniza ondeaba en nubes que levantaban mis botas mientras caminaba entre los troncos caídos, ennegrecidos, algunos con un corazón de color naranja intenso en su interior. Estaba decepcionado, estaba enfadado. ¿Culpaba a Dino y a su familia por haber hecho esto? No. Si fuera yo el que intentara mantener a mi familia en un país con pocas perspectivas económicas, es probable que hubiera hecho lo mismo. ¿Podemos permitir que estas prácticas persistan? No.
Deberíamos dejar de comer ternera, sobre todo ternera brasileña. Debemos reducir urgente y drásticamente la presión a la que sometemos a la Amazonia antes de que alcance un punto sin retorno. Pero, de hacerlo, ¿qué les pasaría a familias como las de Dino? No podemos ni debemos evitar estas preguntas, porque están en juego las vidas de personas reales y, nos guste o no, estas personas también forman parte de la selva. Cuanto más planteemos esto como un problema de «los buenos contra los malos», más caeremos en esa idea. Con eso no lograremos nada, solo alejar a las personas y los problemas de la solución.
Los problemas a los que se enfrenta la Amazonia son más desoladores ahora que nunca. Son muchos y complejos. Pero pueden solucionarse. Lo que debemos hacer es decidir dónde y cómo asignar y aplicar los valores basándonos en modelos económicos sensatos que favorezcan al ganadero y a la selva. Uno de los problemas a los que se enfrenta la Amazonia brasileña hoy en día es la flexibilización de las regulaciones por parte del gobierno actual, que ha abierto más tierra a la deforestación y la quema. Esto podría resultar catastrófico tanto para la Amazonia como para el resto del planeta.
El fotógrafo de National Geographic Charlie Hamilton James lleva 20 años trabajando por toda la Amazonia, cubriendo temas relacionados con los incendios y la deforestación. Entre sus reportajes figura la cobertura del trabajo de los bomberos durante la estación seca en el estado brasileño de Maranhão en 2017. También ha documentado las vidas de las tribus aisladas. En 2013, vivió y trabajó con ganaderos del oeste de Brasil.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.