Visita la isla remota donde Napoleón pasó sus últimos años
El nuevo aeropuerto de la salvaje y ventosa Santa Elena ya recibe turistas.
«Santa Elena. Isla pequeña». En 1785, cuando aún era un estudiante, Napoleón Bonaparte garabateó esta palabras en la última página de su libro de geografía. Y, ah, la ironía: 30 años después, el emperador francés destituido fue exiliado (y, más adelante, moriría) en este remoto puesto británico del Atlántico.
Con todo, en la actualidad pocas personas saben algo del lugar o sobre dónde está. Pero esto ha cambiado, porque en octubre de 2017 Santa Elena dio la bienvenida a su primer vuelo comercial. Aunque antes solo se podía acceder tras un viaje de cinco días navegando a bordo del RMS St. Helena, la isla de 121 kilómetros cuadrados puede visitarse tras un vuelo de cuatro horas desde Sudáfrica.
La accesibilidad no ha sido fácil. El vuelo inaugural se retrasó más de un año debido a los vientos peligrosos. Los titulares no eran precisamente amables: la prensa británica lo llamaba «el aeropuerto más inútil del mundo». Pese a que el cambio a aviones más pequeños y la formación intensiva de los pilotos durante ocho meses resolvió el problema, el aeropuerto ha tenido dificultades para repeler su mal comienzo. Actualmente, solo hay nueve pilotos en todo el mundo cualificados para volar a Santa Elena. «Es un aeropuerto de categoría C, el nivel más difícil», explica Jaco Henning, el piloto sudafricano que aterrizó el vuelo inaugural.
De puerto británico a remanso de paz
Santa Elena, que se encuentra a unos 1800 kilómetros de la costa de Angola solía atraer a muchos visitantes. El naturalista Charles Darwin, el explorador James Cook, el novelista William Thackeray y el astrónomo Edmond Halley se alojaron en la isla.
Y el futuro enemigo de Napoleón, Arthur Wellesley, el duque de Wellington, la visitó en 1805 cuando regresaba a Inglaterra desde India. «El barco que lo llevó a tierra zozobró en la mar picada. Se ahogaron tres personas. Wellington no podía nadar, pero un joven acudió a rescatarlo. Si no lo hubiera hecho, quizá la batalla de Waterloo no hubiera ocurrido», cuenta el guía local Basil George, de 80 años, mientras paseamos por los muelles de la capital, Jamestown.
Ahora, el destino de la isla está cambiando. «Antes del canal de Suez, atracaban aquí 30 barcos al día», cuenta George. El comercio estuvo en auge desde 1657, cuando Oliver Cromwell concedió a la Compañía de las Indias Orientales una cédula para gobernar la isla. Llegaron un pequeño pelotón y unos cuantos colonos, convirtiendo Santa Elena en una de las colonias británicas más antiguas. Con las riquezas del comercio que llegaban de India, construyeron un fuerte, un castillo, la iglesia de St. James y Plantation House. Mercaderes como Solomons y Thorpes (que aún regentan tiendas en Jamestown) establecieron negocios en la década de 1790.
Pero cuando la isla pasó de la Compañía de las Indias Orientales a la Corona británica en 1833, «nos empobrecimos», cuenta George, y la situación empeoró en 1869. «El canal nos borró del mapa y desde el colapso del comercio de lino en los 60 (cuando el servicio de correos británico empezó a usar gomas en lugar de cordeles para atar las cartas) hemos dependido de los subsidios del gobierno», cuenta George. Los trabajos eran tan escasos que los niños se quedaban con sus abuelos mientras sus padres iban al Reino Unido para trabajar como empleados domésticos de familias ricas.
Una de las personas que vivió esto fue Ivy Robinson, que dirige el Wellington House B&B en Jamestown. «Mi hermana se fue cuando yo tenía cuatro años y no volví a verla hasta que cumplí 44», cuenta. Muchos residentes aún buscan trabajo fuera de Santa Elena. «La isla puede ser un círculo de seguridad o una trampa», afirma George.
¿Cambiará algo el aeropuerto?
Los residentes esperan que el aeropuerto proporcione a los isleños jóvenes (a los que llaman «santos») un futuro en el que no se vean obligados a marcharse en busca de trabajo. Aaron Legg (un «santo» de quinta generación) solía depender de la agricultura, pero se ha diversificado y ofrece excursiones en todoterreno por la isla. «No tengo que esperar tres semanas hasta mi próximo cliente. El aeropuerto también me da libertad para viajar, sin quitarme tiempo para llevar mi negocio», me cuenta mientras escudriñamos los matorrales en busca del chorlito de Santa Elena.
Pero no todos están a favor del aeropuerto. En 2002, se celebró un referéndum para que los isleños votaran al respecto. Solo participó la mitad de la población, por lo que la victoria es sesgada. Con la llegada de la crisis económica, los fondos se agotaron y los planes se congelaron hasta 2012, cuando se celebró una segunda votación. «Yo voté en contra del aeropuerto. No estaba segura de ser capaz de adaptarme lo bastante rápido. Los más jóvenes pueden, pero nosotros estamos acostumbrados a un ritmo de vida más lento», cuenta Robinson. Le preocupa que los efectos en su aislamiento resulten perjudiciales. «Aquí estamos muy protegidos, sin delitos ni puertas cerradas».
Para otros se trata de la funcionalidad del aeropuerto. «No se construyó para los santos. No se abastecerán nuestras necesidades con 76 asientos por semana», afirma Vince Thompson, editor del Independent, el periódico de la isla. Le preocupa que los asientos limitados se traduzcan en una llegada insuficiente de fondos del turismo. Mantis, un nuevo hotel boutique, ha dependido de la inversión extranjera, pero los bed and breakfast necesitan visitantes antes de destinar el dinero en mejorar los servicios. Algunos residentes se quejan del elevado precio de los vuelos.
Senderos, estrellas y una tortugas muy vieja
Entonces ¿qué pueden esperar los visitantes? Olvídate de fantasías con playas de arena blanca y palmeras. Santa Elena ofrece acantilados esculpidos por el mar, valles empinados cubiertos de vastos campos de lino y bosques exuberantes plagados de helechos bañados por las brumas. Y la arena que se extiende a lo largo de la curva de Sandy Bay es negra.
La isla parece el lugar perfecto para la aventura. En sus aguas habitan 30 especies de peces endémicos y entre enero y marzo también las visitan los tiburones ballena. Los naturalistas pueden encontrarse cara a cara con el animal vivo más viejo del mundo, Jonathan la tortuga gigante (que eclosionó en torno a 1832) en Plantation House y avistar especies endémicas como el chorlito de Santa Elena y caracol Succinea sanctaehelenae.
Puedes probar el café más remoto del mundo, beber una copita de Tungi (licor de nopal) y comer croquetas de pescado o bread ‘n’ dance (sándwiches de pasta de tomate). De noche, podrás contemplar el firmamento centelleante. La isla está esperando el reconocimiento de la Asociación Internacional de Cielo Oscuro. «Somos únicos porque desde aquí puedes ver la constelación de Crux y El Carro», cuenta Thompson.
El senderismo es uno de los principales atractivos de la isla. La estrella son las 699 escaleras de Jacob's Ladder, que escalan el empinado valle que protege Jamestown. «¿Las has subido ya?», pregunta Val Joshua, que me ha llevado de caminata hasta Diana's Peak. Joshua contribuyó a calificar los más de 20 senderos de la isla y tiene unas pantorrillas fortísimas. Resulta que los lugareños están demasiado en forma: tuvieron que reclasificar los senderos para dar una oportunidad a los turistas, que no tienen ese gen de cabra montesa.
En busca de Napoleón
Los amantes de la historia pueden investigar el pasado de Napoleón visitando Longwood House, donde vivió entre 1815 hasta su muerte en 1821. Entre los puntos de interés figuran una bañera de cobre donde el «pequeño cabo» pasó horas leyendo y componiendo sus memorias, así como las mirillas que talló en las contraventanas para espiar a sus guardias. La tumba donde lo enterraron hasta 1840 (cuando trasladaron su cuerpo a París) está a unos tres kilómetros.
Una isla idílica y aislada
En contraste con su robustez y su historia, la vida de la isla es una sucesión de días tranquilos en los que los lugareños aún intercambian calabazas por gallinas. La cobertura móvil no llegó hasta 2015 y hay dos glorietas que «aún no controlamos del todo», afirma Stephen Biggs, dueño del Farm Lodge Country House B&B. Con solo unos 4500 isleños, la familia lo es todo, literalmente. «Aquí todos son tíos o tías, aunque no lo sean», bromea el residente Matt Joshua. En la radio de la isla solo se escuchan nombres propios, no apellidos. De hecho, en mi segundo día vagando por Jamestown, una mujer se cruzó frente a mi cámara. «¿Podrías darme una copia? Me llamo Molly», dice sonriendo. Esa es toda la información que necesito.
El aislamiento plantea sus retos. Cuesta encontrar algunos ingredientes para cocinar, y la cobertura móvil y la conexión a internet pueden ser irregulares. Pero su carácter remoto también es el atractivo de Santa Elena. En esta isla varada tanto digital como geográficamente puedes sumirte en una vida más lenta y regresar a placeres sencillos. Los lugareños te saludan por la calle, tanto si te conocen como si no, hay momentos de silencio prolongado y puedes disfrutar de los juegos de mesa junto a la hoguera.
Los cambios que están por llegar
Los viajeros deberían aprovechar la oportunidad de una desintoxicación digital. Bajo el océano serpentea una rama del cable submarino de fibra óptica South Atlantic Express (que conecta Sudáfrica con la costa este de Estados Unidos), que pronto llegará y pondrá fin al aislamiento digital de Santa Elena. «Tendrá un efecto mucho más grande que el aeropuerto», cuenta Helena Bennett, directora de turismo.
El RMS St. Helena se retiró en 2018. Aún llegan buques de carga, pero la era de los viajeros que observaban este halo de roca desde el agua ha llegado a su fin. ¿Cambia la experiencia llegar por aire? Rainer Schimpf, operador de buceo en Sudáfrica que espera dirigir expediciones en la isla, ha probado ambos medios de transporte. «A la gente le encantaba el RMS porque era como retroceder en el tiempo; esperabas encontrarte con Humphrey Bogart por los pasillos. Cuando llegabas, ya eras amigo de todos y lo sabías todo sobre la isla. Esperaba que el avión fuera distinto, pero aún se conversa mucho por el pasillo, no es como un vuelo normal».
El aeropuerto podría ser una solución real para poner fin a la dependencia económica dela isla, pero el turismo solo puede ser sostenible si los visitantes llegan semanalmente, no una vez al mes. Lo quieran o no, el cambio ha llegado a Santa Elena.
Artículo adaptado de National Geographic Traveller U.K y traducido del inglés. Emma Thomson escribe sobre viajes desde Reino Unido. Síguela en Twitter.