«Usted es el único pasajero»: la historia de cómo volví a un mundo vacío
Sigue el viaje de un fotógrafo desde una isla remota en el Atlántico Sur hasta un mundo paralizado por una pandemia.
Cuando el mundo se paró en seco, yo no me di cuenta. Estaba desconectado de todo cerca de la Antártida, perdido en la cacofonía de unos 200 000 pingüinos. En el resto del mundo, las carreteras se vaciaban, los aviones se quedaban en tierra y los negocios cerraban conforme la COVID-19 ganaba terreno. Pero la orden de distanciamiento social aún no había llegado a este rincón del planeta.
Al principio de mi estancia de dos semanas como orador invitado en el barco Explorer de National Geographic que se dirigía hacia la isla Georgia del Sur, solo se habían documentado unos pocos casos coronavirus en Argentina y Chile. Conforme la pandemia se acercaba, parecía que nuestra excursión aislada había escapado a tiempo. Comprobaron la temperatura de los pasajeros antes de embarcar en Ushuaia, Argentina, y enseguida zarpamos hacia las islas Malvinas. Quería creer, siendo optimista, que el virus alcanzaría su pico durante nuestro viaje y que volveríamos cuando lo peor hubiera pasado.
Una escapada fugaz
Tras llegar a las Malvinas, nos maravillamos ante las colonias de albatros de ceja negra, unas aves de alas gigantes que pueden pasar hasta cinco años en el mar y recorrer 16 000 kilómetros al año. Conforme nos movíamos en dirección sudeste con oleaje moderado, nos percatamos de que el coronavirus estaba empezando a extenderse hacia Sudamérica. Unos días después, los picos de la isla Georgia del Sur aparecieron en el horizonte. Desembarcamos en Salisbury Plains y me adentré en un terreno salvaje y vasto que el mundo moderno parecía haber dejado intacto.
Pero no estaba intacto, claro. Los primeros exploradores y los cazadores de ballenas y lobos marinos desembarcaron aquí hace más de un siglo y trajeron consigo ratas que ya han sido erradicadas. Las poblaciones de ballenas están recuperándose poco a poco de la caza incesante que tuvo lugar en la primera mitad del siglo XX. Por consiguiente, gran parte de este refugio para la fauna silvestre parece (y quizá hasta suene) similar a lo que descubrieron esos pioneros. Un miembro de la tripulación del Explorer, que visitaba esta isla por quinta vez, la describió como «el último cuadro de Dios».
Si es un cuadro, es uno con sonido. Me senté sobre la hierba en un montículo con vistas a Salisbury Plain, donde reverberaba el coro caótico de los pingüinos rey. Una colonia masiva se extendía por la costa norte de la isla a lo largo de más de kilómetro y medio, pasando por la bahía y ascendiendo por un valle glaciar. Las figuras blancas y negras se agrupaban y se perdían entre el parloteo hasta donde alcanzaba la vista. Con un peso de casi 18 kilogramos y un metro de altura, los pingüinos rey son los segundos más grandes por detrás de los pingüinos emperadores. Su canto es aún mayor. La sinfonía de la colonia, mezclada con los aullidos de las crías de lobo marino y el trompeteo de las aves marinas, generaba una orquesta de sonidos naturales.
La supervivencia es una lucha constante en este ecosistema duro, y no solo para los animales. Seguimos las huellas del explorador Edward Shackleton, que se hizo famoso por sobrevivir contra todo pronóstico cuando su barco, el Endurance, se hundió en el hielo del mar de Weddell de la Antártida. La tripulación pasó varios meses en la banquisa hasta que pudo remar para refugiarse en la isla Elefante, que estaba desierta. Finalmente, Shackleton y cinco miembros de la tripulación emprendieron un viaje extenuante de dos semanas por mar abierto a bordo de un barco de seis metros rodeado de hielo hasta la isla Georgia del Sur. Poco más de una semana después, habían atravesado los glaciares de la isla y alcanzado la estación ballenera de Stromness, donde por fin pudieron enviar ayuda a la tripulación que habían dejado atrás.
Seguimos los últimos pasos de la travesía de Shackleton mientras los lobos marinos forcejeaban cerca de las estructuras oxidadas de la estación ballenera de Stromness. En un saliente rocoso, me maravilló la determinación que exigía sobrevivir en un aislamiento tan extremo. Tanto Shackleton como su tripulación habían resistido en esta odisea épica, incluso aquellos que se quedaron durante meses en la isla Elefante.
Regresamos al barco, donde nos dieron una noticia escalofriante: las garras del coronavirus habían llegado al océano Antártico. Las fronteras y los puertos estaban cerrándose y se temía que llegáramos demasiado tarde para desembarcar en algún lugar. Sopesé la ironía. Shackleton se había enfrentado al aislamiento y ahora nosotros y el resto del mundo intentábamos aislarnos.
En camino a casa
Los albatros se deslizaban frente a la popa mientras volvíamos a las Malvinas con la incertidumbre de dónde y cuándo desembarcaríamos. El día de san Patricio, Chile y Argentina cerraron sus puertos. Aunque las Malvinas, controladas por el Reino Unido, debatieron si harían lo mismo, llegamos sanos y salvos a Port Stanley.
A partir de ahí, tomé una serie de vuelos desde las Malvinas hasta São Paulo, Brasil, y después hasta Chicago para coger mi último avión a casa. En aeropuertos casi vacíos vi a personas con mascarillas que se frotaban las manos con desinfectante. Cuando embarqué en mi vuelo final, el agente de la puerta me pidió mi nombre y sonrió. «Es usted el único pasajero. Disfrute».
Los auxiliares de vuelo, que iban a volar a Colorado embarcara o no, me ofrecieron sentarme «donde usted quiera», un montón de aperitivos y un par de alas reservadas para los niños. Nos sacamos selfis.
Cuando salí de casa, el mundo aún estaba enterrado en los negocios y yo ansiaba la soledad de los terrenos salvajes de Georgia del Sur. Regresé a un mundo diferente, silenciado por la COVID-19. Mientras tanto, la música de la colonia de pingüinos resonaba en mi cabeza.
Como todos, me puse en cuarentena y tomé medidas de distanciamiento social, haciendo FaceTime con familiares y amigos. Para mi satisfacción, todos contestaron. Hablamos sobre el miedo y la confusión. Todos, cada uno a su manera, estábamos explorando un nuevo territorio y redescubriendo un sonido olvidado: el silencio.
Pete McBride es documentalista y fotógrafo de National Geographic. Ahora está trabajando en una «canción» de pingüinos con la guitarra en la tranquilidad de su casa.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.