Para prevenir las pandemias, dejemos de ser irrespetuosos con la naturaleza
Un notable conservacionista y erudito de la biodiversidad con décadas de experiencia en la Amazonia reflexiona sobre las lecciones que nos ha enseñado la COVID-19.
Un único árbol de madera dura sobrevive en un área deforestada de Maranhão, Brasil, en el límite nordeste de la selva amazónica.
Como gran parte del mundo, estoy refugiado en mi casa debido a la COVID-19. No es mi primera pandemia: viví las epidemias de polio previas a la vacuna, cuando los padres hablaban de la temible enfermedad delante de los niños deletreándola en voz alta, pensando que no la entenderían. Muchos de esos adultos habían sobrevivido a la pandemia de gripe de 1918. Y en los últimos años todos hemos seguido nerviosos las noticias con la aparición del ébola, el SARS y el MERS en poblaciones humanas de África, Asia y Oriente Medio.
Salvo por la polio, que solo se transmite de humano a humano, la mayoría de esos agentes patógenos formaban parte de ciclos naturales que solo implicaban a los animales. Saltaron a los humanos porque la naturaleza se vio perturbada de un modo u otro. De ello podemos sacar una lección.
No debería sorprendernos la aparición continua de nuevas enfermedades (algunas de potencial pandémico) si la humanidad continúa con su destrucción masiva de la naturaleza.
El caso de la fiebre amarilla
Un ejemplo clásico, pero quizá no tan conocido en la actualidad, es la fiebre amarilla. En su día fue la lacra de muchos países americanos, como Brasil, donde he trabajado durante toda mi carrera como biólogo y conservacionista. La fiebre amarilla evolucionó hace tiempo en los bosques de África y en los barcos de esclavos del siglo XVII la trajeron a las Américas. Allí, al igual que en África, apareció un ciclo urbano en áreas densamente pobladas donde la enfermedad se transmitía entre humanos a través de un mosquito (Aedes aegypti) que se ha adaptado a vivir entre nosotros. Es probable que los barcos negreros también trajeran el mosquito de África.
“La naturaleza nos sustenta. Es de donde venimos. La lección que puede sacar la humanidad de esta pandemia es que no hay que temer a la naturaleza, sino restaurarla, aceptarla y comprender cómo convivir con ella.”
A principios del siglo XX, la eliminación agresiva de posibles lugares de reproducción de los mosquitos fue muy eficaz para prevenir la enfermedad. Desde 1937, ha sido evitable gracias a la mejor vacuna que se ha creado: dura toda la vida. En Brasil, el último brote urbano de fiebre amarilla se produjo en 1942.
Sin embargo, la enfermedad no ha desaparecido. Al igual que en África, se ha establecido en los bosques sudamericanos, en un ciclo independiente que se suele denominar «fiebre amarilla selvática». Allí el virus se mueve como un nómada por las copas de los árboles, matando a monos aulladores y otras especies; recientemente ha atacado a los miembros de la última población de titís leones dorados, una especie en peligro de extinción, a las afueras de Río de Janeiro.
Incluso después de que la vacunación contra la fiebre amarilla comenzara en las ciudades brasileñas, alguna que otra persona salía del bosque con un caso de fiebre amarilla selvática de vez en cuando. Durante mucho tiempo, cómo la contraían los humanos fue algo misterioso y desconcertante, porque el ciclo natural ocurría a 30 metros de altura.
Cuando fui estudiante de posgrado, compartí una oficina en el Instituto Evandro Chagas en Belém do Pará con el hombre que había resuelto el misterio, el carismático investigador colombiano Jorge Boshell. Al principio de su carrera, cuando observaba a los leñadores derribar árboles en la selva colombiana, Boshell había visto cómo los rodeaban de repente pequeños mosquitos azules. Haemagogus, los transmisores de la fiebre amarilla selvática. Normalmente, esos mosquitos solo viven en las copas de los árboles y pican a los monos. Solo tenían la oportunidad de picar a los humanos porque los humanos habían talado sus casas.
La escena que presenció Boshell es una especie de paradigma de la amenaza para nuestra salud que deriva de perturbar la naturaleza, algo que hacemos hoy más que nunca. En los últimos años, Brasil ha registrado más de 750 muertes por fiebre amarilla selvática, su peor cifra desde la década de 1940; para prevenir que resurja el ciclo urbano, el gobierno ha vuelto a poner en marcha un programa de vacunación masiva.
El problema no se ciñe solo a la fiebre amarilla. La deforestación de la Amazonia también crea criaderos para los huéspedes y vectores de enfermedades como la malaria y la esquistosomiasis. Y el problema tampoco se limita a Brasil ni a ningún otro lugar exclusivamente. Como ha demostrado de una forma tan devastadora la pandemia de COVID-19, los sistemas de transporte modernos pueden mover algunos patógenos humanos por todo el mundo y también plagas y enfermedades que afectan a plantas y animales. Mientras escribo, se ha descubierto (justo a tiempo) que un carguero de carbón chino en el puerto de Baltimore tenía masas de huevos de la polilla gitana asiática, una plaga para al menos 500 especies de plantas.
Una falta de respeto peligrosa
Para los epidemiólogos y los virólogos, la pandemia de COVID-19 no es ninguna sorpresa. El nuevo coronavirus, un pariente muy cercano del virus del SARS, también prospera en murciélagos, que son inmunes en gran medida a sus efectos adversos. Un mercado de vida silvestre de Wuhan, China, es donde probablemente se produjo el contagio de animales a humanos y el salto inicial de un murciélago salvaje a un animal que fue adquirido y consumido por un humano también podría haber sucedido allí. Dichos mercados son una pesadilla del maltrato animal, con condiciones terriblemente hacinadas y antihigiénicas. Es un popurrí supurante ideal para generar nuevas amenazas virales.
El autor Thomas Lovejoy en la selva amazónica de Brasil en 1989.
A finales de febrero, China emitió una prohibición provisional de la compraventa y el consumo de fauna silvestre, pero no está claro si será permanente. Cada nueva muerte por COVID-19 debería reiterar que el cierre de los mercados de vida silvestre de China, Asia meridional y África (al mismo tiempo que facilitamos que la gente tenga alternativas a la carne de animales silvestres) tendría que ser una prioridad de salud pública internacional. Lo mismo se aplica a controlar (o, idealmente, eliminar) el tráfico de fauna silvestre y a frenar la destrucción de hábitats y especialmente de los bosques tropicales.
La naturaleza nos sustenta. Es de donde venimos. La lección que puede sacar la humanidad de esta pandemia es que no hay que temer a la naturaleza, sino restaurarla, aceptarla y comprender cómo convivir con ella.
Toda esa biodiversidad es básicamente una biblioteca gigantesca de soluciones a diversos retos biológicos probadas previamente por la selección natural y la evolución. Por ejemplo, la biología idiosincrática de los murciélagos (el hecho de que sean inmunes al coronavirus en cierta medida) podría contribuir al desarrollo de un tratamiento en humanos. La humanidad respeta mucho las bibliotecas que albergan nuestras propias obras; hay muchas razones para tratar la biblioteca viva de la naturaleza con el mismo respeto y cuidado.
Una de las preguntas que más odiamos los biólogos como yo es cuando alguien pregunta sobre un organismo cualquiera: ¿Para qué sirve? Es como sacar un volumen de una estantería y preguntar, sin leerlo antes, para qué sirve.
¿Para qué sirve un virus, por ejemplo? Una figura legendaria de la historia médica respondió a esa pregunta incluso antes de que la ciencia conociera la existencia de los virus. A finales del siglo XVIII, el físico británico Edward Jenner advirtió que las nodrizas que habían sufrido una enfermedad leve denominada viruela vacuna no parecían verse afectadas por otra mucho peor: la viruela. Aunque no sabía qué causaba las dos aflicciones, concluyó que la viruela vacuna debía otorgar inmunidad ante la viruela. Jenner, hombre de convicciones, llevó a cabo un experimento que demostró que las víctimas de la viruela vacuna no «contraían» la viruela. El nombre latino de la causa invisible de la viruela vacuna era Vaccinia (que en latín significa «vaca»), lo que llevó al término vacunación, uno de los fundamentos de la medicina moderna.
La cantidad de personas que han tenido vidas más largas, sanas y productivas gracias a la vacunación es incalculable, pero probablemente figure en los miles de millones. La productividad de la humanidad ha mejorado de forma similar. Estamos ansiosos por conseguir una vacuna contra la COVID-19 lo antes posible y nos entusiasma que una vacuna contra el dengue esté tan cerca. Con todo, ¿se para alguien a reconocer (y ya no digamos dar las gracias) a la naturaleza y al virus Vaccinia?
Algunas personas consideran que la pandemia es la naturaleza combatiendo todo lo que se le ha hecho y lo que seguimos haciéndole. Pero la causa ha sido el comportamiento humano y la falta de respeto a la naturaleza. Asimismo, mientras nos enfrentamos a la pandemia, el cambio climático sigue avanzando. Provoca potentes ondas de cambio en todos los ecosistemas y es probable que incline la balanza a favor de patógenos que actualmente no conocemos.
La forma más inteligente de avanzar es invertir en conservación y ciencia y aceptar la naturaleza y la gloriosa variedad de vida con la que compartimos este planeta. Un futuro sano para la humanidad y un planeta sano y biodiverso van de la mano.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.