Seguimos a tres amigos salvadoreños que cruzan a México con la caravana de migrantes
Arriesgarse a un futuro incierto es mejor que la certidumbre de la desesperación, el peligro y la falta de oportunidades que los salvadoreños sufren en su país.
Se conocieron por WhatsApp y decidieron caminar 3.200 kilómetros juntos. A mediados de octubre, Jackelin Martínez se unió a uno entre decenas de grupos creados después de que los salvadoreños observaran cómo miles de emigrantes del vecino Honduras emprendían un viaje a los Estados Unidos en una caravana. La conversación por WhatsApp era un flujo constante de información, con decenas de mensajes cada minuto: oraciones, listas de objetos que debían llevar y puntos de encuentro. Jackelin siempre había querido salir de El Salvador, ver mundo y encontrar un buen trabajo, y viajar en grupo ofrecía la ventaja de que la unión hace la fuerza.
Circulaban varias fechas de salida de la caravana de El Salvador, así que preguntó cuál era la correcta. «Yo te la encuentro», le dijo por privado un miembro del chat. Durante las dos semanas siguientes, ella y Miguel Funes chatearon sobre sus planes. Él vivía en la capital de San Salvador y ella, en una aldea del noreste del país. Él parecía ir en serio y ella confió en él de inmediato. Pronto le preguntó si se reuniría con ella en la estación de autobuses para ir juntos al punto de encuentro.
Algo más se sumaba a su sensación de urgencia: siendo adolescente, su vecino había abusado sexualmente de ella y un mes antes había salido de la cárcel tras cumplir la mitad de su sentencia de 14 años. Se había mudado a la casa de al lado. Aunque ella no creía que formase parte del MS-13 o de Barrio 18, las dos bandas que han convertido El Salvador en el país más peligroso fuera de una zona en guerra, sus amigos le advirtieron que podría intentar vengarse. Reveló su dilema en el grupo de WhatsApp: ¿peligraba su vida? «Sí, ven», le dijeron.
La noche antes de partir, ella y Glenda Vásquez, una amiga de la infancia, bajaron de un autobús en la terminal central de San Salvador, donde Miguel las estaba esperando. Desgarbado y torpe, con gafas de montura metálica, empezó a saludar antes de darse cuenta de que eran ellas. Llevaba un año estudiando enfermería y Jackelin tenía pensado empezar un grado en Turismo el año siguiente. Se sintieron como si fueran viejos conocidos. Casi de inmediato, los tres decidieron que o todos lo lograban, o ninguno lo haría. Después, subieron a un bus municipal a Salvador del Mundo, una plaza central rodeada de tráfico donde cientos de personas estaban sentadas sobre la hierba escalonada, descansando con sus mochilas y comiendo lo que les ofrecían los voluntarios.
A primeras horas de la mañana siguiente, cuando salió el sol, buscaron sus últimas pupusas, tortillas de harina de maíz rellenas de carne de cerdo, frijoles y queso. Dos horas después, la plaza estaba vacía y más de 1.500 inmigrantes marchaban hacia el oeste y, más tarde, al norte, hacia la frontera con Guatemala. Viajaron en las partes traseras de camiones y caminaron bajo el sol cegador por el arcén de la autopista.
Antes de perderse y antes de tener que atravesar un río agitado, los tres nuevos amigos subieron a un bus que los llevaría mitad del camino hasta la frontera con Guatemala. Glenda y Jackelin llevaban las mismas sandalias, similares a las Crocs, y un par de mudas de ropa en la mochila. Alguien puso una canción satírica llamada Tres veces mojado y todo el bus la cantó:
Cuando me vine de mi tierra, El Salvador,
con la intención de llegar a Estados Unidos,
sabía que necesitaría más que valor,
sabía que a lo mejor me quedaba en el camino.
Atravesaron fácilmente la frontera a Guatemala, ya que no se necesita un visado de El Salvador, pero la verdadera prueba se encontraba al norte. Para llegar a México legalmente, el grupo necesitaría visados, y no los tenían. Dos semanas antes, la caravana hondureña se había enfrentado con la policía, que disparó gas lacrimógeno y balas de goma a la multitud sobre el puente fronterizo. Miles de personas acabaron vadeando el río hasta México, donde siguieron caminando hacia el norte.
El mes pasado, la animada localidad fronteriza guatemalteca de Tecún Umán había sido atravesada por unos 15.000 inmigrantes que se dirigían al norte. Estaban preparados para los salvadoreños que llegaron el 1 de noviembre y se distribuyeron por la plaza central, donde colocaron ropa lavada a secar en las aceras y los setos. En una iglesia de estuco violeta, los voluntarios repartieron platos llenos de carne, arroz y tortillas. Las familias locales pasaron de camino al cementerio con ramos de flores para celebrar el Día de los Muertos. Una de las calles se llenó con el bullicio de un partido de fútbol y los voluntarios repartieron folios de papel en blanco para que los niños los coloreasen.
La noche antes de partir hacia México, Jackelin, Glenda y Miguel se acurrucaron en la plaza central, junto a una fuente burbujeante. Se habían conocido en San Salvador apenas 48 horas antes y habían viajado durante la mayor parte de la noche anterior. Durmieron descansando la cabeza en las mochilas y con los pies metidos en bolsas de la compra. Glenda se apoyó en el hombro de Miguel. Tuvieron un sueño irregular, por miedo a que los dejaran atrás. A las tres de la mañana, la plaza empezó a despertarse para desayunar. A unas pocas manzanas, alguien repartía tacos. El resto de la plaza se levantó y atravesó las calles oscuras hasta llegar a una alta verja amarilla. Allí, el grupo se sentó. Mientras salía el sol, los hombres se afeitaron mirándose en los reflejos de sus teléfonos mientras dos manzanas llenas de gente permanecían en un sereno silencio. Jackelin dormitaba mientras Glenda jugueteaba con su móvil, que llevaba sin funcionar desde que abandonaron El Salvador. Ambas estaban nerviosas por el largo camino que les esperaba.
«Ojalá hubiera metido crema para el dolor muscular», dijo Glenda.
«Ojalá hubiera traído a mi madre», respondió Jackelin.
Apretado contra la verja, un hombre con un megáfono negoció con las autoridades guatemaltecas y prometió que el grupo sería pacífico y ordenado. «Déjennos cumplir el sueño americano», gritó. «¿Cuánto más tendremos que esperar?». El sol había salido ya cuando un agente del consulado mexicano cogió el megáfono y anunció que les permitirían entrar sin documentación.
Cuando la puerta se abrió, mujeres y niños entraron primero en una fila india acordonada por los antidisturbios guatemaltecos. Los carritos y los niños a hombros fueron desplazados a la parte delantera por la puerta. Glenda y Jackelin acabaron al otro lado de la verja, encaminándose a México sin Miguel. Su plan pronto se vino abajo.
Un puente separa la frontera entre México y Guatemala y, cuando el primer grupo lo cruzó, encontraron una puerta cerrada surcada con alambre de espino. Un agente mexicano de inmigración explicó a través de los barrotes que no les iban a dejar entrar sin más; les ofrecían visados de refugiados. Si los aceptaban, tendrían que pasar hasta 45 días en un refugio para inmigrantes, aguardando a que se procesara el papeleo de asilo y después podrían vivir y trabajar en México durante un año. Una familia pasó a dos niños por la puerta, y una mujer embarazada los siguió. Ante la frustración y el calor, el resto de la cola se deshizo y volvió al puesto fronterizo guatemalteco. Desde la verja del puente, un grupo de hombres jóvenes les instaron a atravesar el río.
La gente empezó a dispersarse, pero Miguel no estaba por ninguna parte. Se había llevado la mochila de Glenda, con un par de zapatillas con arcoíris colgando a un lado, para aligerar su carga.
Jackelin se puso una pamela y caminó hacia el lado mexicano, pero solo había grupos de gente que se daba la vuelta. Salieron por el paso fronterizo y volvieron a la plaza donde habían dormido.
«¡Le veo!». Glenda señaló un parterre; Miguel estaba sentado en una repisa de hormigón. Se levantó de un salto y las abrazó. Les contó que había intentado encontrarlas, pero la policía guatemalteca no les había permitido atravesar el paso fronterizo. «Sí, claro que nos estabas buscando», dijo Jackelin, molesta y colorada por la caminata desde el puente. Miguel señaló a una mujer mayor sentada junto a él. «Le estaba contando que mi plan era cruzar el río y después entregarme a inmigración, porque no quería continuar sin vosotras».
Pidieron tres vasos de zumo de naranja en un puesto y planearon sus próximos pasos. Si aceptaban los visados que México les ofrecía e iban a un refugio, les separarían por sexos. Alquilar un barco costaba casi cuatro dólares por persona. El grupo iba a cruzar el río a pie, pero eso planteaba un problema:
—No sé nadar —confesó Miguel.
—¿No puedes nadar? —preguntó Glenda.
—Bueno, no muy rápido. Y hay corriente.
—No es tan ancho.
—Pero es profundo, —respondió Miguel—. A vosotras os ayudarán a cruzar, pero a mí no.
Mientras debatían, varias personas que descansaban en la plaza se levantaron y empezaron a moverse. Los tenderos guatemaltecos salieron al umbral de sus tiendas para observar el éxodo repentino. Cientos de personas se unieron al grupo hasta que las calles estuvieron llenas. «Los que no tengáis bolsas de plástico, ¡compradlas», gritó alguien. «¡Soy un pez, soy un pez!», gritó otra persona.
Miguel sacó un mapa laminado que trazaba posibles rutas por México hasta Estados Unidos: la línea que iba hacia Texas medía 2.400 kilómetros, mientras que otras se extendían más de 3.200 hasta el oeste de California. Les esperaba un viaje de más de un mes, la mayor parte de este a pie. Y la meta era una frontera muy vigilada con miles de soldados que tenían la orden de detenerlos.
«¿Crees que podrán atrapar a todas estas personas a la vez?», se preguntó Jackelin. Se salió del camino para grabar el éxodo en vídeo, que ahora había salido de la ciudad y había llegado a un estrecho sendero. Los campos de bananos llegaban hasta el río a la derecha, mientras que a la izquierda se veía una pradera descendente con casas dispersadas. Volvió a la fila y Glenda sacó su teléfono para sacar un selfi grupal. Los tres sonrieron.
Más adelante, el camino se abrió. El río se extendía a través del sendero. Saltaron de la ribera lodosa hasta agua que le llegaba a las rodillas. La corriente discurría hacia el puente y del paso fronterizo que habían dejado atrás. Glenda y Miguel se dieron la mano y Jackelin se agarró a sus hombros mientras vadeaban aguas cada vez más profundas. Al otro lado, se oyó una sirena de policía y desaparecieron en una masa de bolsas de basura y niños pequeños transportados sobre las cabezas de sus padres. Cuando llegaron a la otra orilla, ya en México, el coche de policía arrancó y 1.500 personas empezaron a caminar hacia el norte, hacia su próxima parada, a ocho horas de viaje.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.