Este fotógrafo encontró la paz pescando en los ríos de las tierras altas de Kenia
Pete Muller buscaba una forma de recuperarse tras años trabajando en algunos de los lugares más conflictivos de África. La encontró en el río Mathioya.
Cae la noche en el valle y el ruido del agua corriente ahoga el resto de sonidos. Camino con mi perro Mosi a la orilla del río. No poder escuchar por encima del ruido de la cascada le pone nervioso. Pese a su impresionante tamaño, trota tímidamente pisándome los talones. Aparentemente, vamos a pescar, pero en realidad seguimos los pasos de otros hombres del pasado —de John Burroughs y John Muir, de Loren Eiseley— y de mis padres, Norman y Paula, que siguen vivos pero viven lejos de este valle keniata. Sus voces me dicen que camine por el bosque, junto a las orillas de un río donde, al final de un día bien aprovechado, encontraré los ritmos que me eluden. Allí, entre los peces y las flores y las fuerzas tras ellos, quizá logre hacer las paces con mi mente preocupada.
Empecé a aventurarme por las tierras altas de Kenia central en 2013 con la esperanza de que sus ríos ejercieran sobre mí su poder transformador, alisando mis aristas como han hecho durante años con las piedras que se topan en su camino. La angustia emocional nunca me ha abandonado, pero mis años trabajando como fotoperiodista en algunos de los lugares más conflictivos de África han dejado más espinas clavadas. Con el tiempo, se hace más difícil diferenciar entre los conflictos dentro y delante de mí. Poco a poco, parecieron entremezclarse y empecé a tener una mayor sensación de tensión e incomodidad en mi interior.
La pesca con mosca parecía el tipo de arte que serviría de antídoto meditativo contra el caos que había fotografiado en los últimos años. No había lanzado un sedal de pesca desde los diez años, cuando usaba cebos y anzuelos para pescar en las aguas atlánticas que rodeaban lugares donde viví de niño, primero junto a la costa de Nueva Jersey y, más adelante, en Massachusetts. El novio de mi madre en aquella época me enseñó los aspectos básicos. Era un hombre grande y paternalista que había trabajado como interrogador en las Fuerzas Especiales, una experiencia que también le dejó sus propias cicatrices. Mientras colocaba anzuelos en el sedal, me explicaba que solo podía soportar la pesca y la fotografía, esta última su profesión tras dejar el ejército. Al atardecer, junto a los muelles, con la mano descansando cómodamente sobre la caña, parecía tranquilo.
Por eso, casi tres décadas después, regresé a las aguas en búsqueda de consuelo y conexión. Entre encargos, comencé a escapar del caos de la capital, Nairobi, donde vivo, para ir a las colinas ondulantes que rodean los ríos Ragati y Mathioya, en Kenia central. El Ragati fluye lentamente por un bosque indígena protegido, donde una red de caminos usados por humanos, leopardos, elefantes y búfalos atraviesa la exuberante vegetación. El Mathioya es un río de aguas claras e impresionantes que recorre el centro de producción de té de Kenia, entre las laderas de los montes Aberdare y los picos glaciales del monte Kenia. Ambos ríos albergan poblaciones de furtivas truchas arcoíris y truchas marrones mantenidas gracias a los programas de abastecimiento de los pocos clubes y albergues de pesca del lugar.
Alquilo una casa de campo básica a la orilla del río, donde los sonidos del Mathioya están constantemente presentes. Sigo a John Ngaii Moses, un hombre hábil que, a los 57 años, se mueve entre las rocas húmedas con una gracia y una confianza dignas de alguien más joven. Su vida comenzó en una época en la que la belleza del valle se veía amenazada por el conflicto y la injusticia de los hombres. John nació en un campo de concentración sobre el río, en la aldea de Kamuturi, en 1961, durante un periodo de «ley de excepción» en el que los colonos británicos internaron a decenas de miles de keniatas para reprimir un alzamiento armado que luchaba por la independencia. La historia de su nacimiento me recuerda, como otras situaciones, que los hombres pueden poner en práctica la violencia y la crueldad en los lugares más serenos.
Bajo la aldea donde estuvo en su día ese campo, John señala los tranquilos remansos donde se alimentan los peces. Entro en el agua, moviéndome con cuidado entre las rocas y las rápidas corrientes, y lanzo la caña irregularmente. En mis primeras visitas, no sabía nada sobre los principios de la pesca con mosca: la presentación de la mosca, mantener el sedal tenso permitiendo que flote con la libertad suficiente como para que los peces confundan la mosca artificial con una real. Creía erróneamente, como la mayoría de personas, que la dificultad de la pesca con mosca se encontraba simplemente en su famoso lanzar y recoger. De hecho, la pesca con mosca es un estudio complejo de la técnica y la ecología, y precisa conocer los ritmos del río y cómo se alimentan los peces, para engañarlos con una de sus habilidades más básicas.
Mientras John y yo atravesamos el río, me doy cuenta de que nuestras definiciones de pesca con mosca son diferentes. John, como casi toda la gente que pesca por subsistencia en lugar de por ocio, prefiere atrapar un pez a luchar con ellos, y a veces pone cebo en su sedal. Su método es eficaz, pero para mis objetivos mucho más meditativos, decidí seguir un enfoque mucho más purista, lento e infructuoso. John me habló del río, de su historia y ecología, pero las sutilezas de la pesca con mosca técnica serían mi propio reto.
Así empezó un periodo de estudio silencioso, a través de libros y páginas web, prueba y error, en un arte elegante y paciente. Hice casi una docena de viajes a los ríos de Kenia central antes de sentirme mínimamente preparado para enfrentarme a las truchas. Pero pese a mi falta inicial de éxito en la pesca, mis excursiones me proporcionaron tranquilidad y emoción. Mientras caminaba y lanzaba la caña, y mientras descansaba y escribía, entendí que atrapar peces era una excusa para explorar y observar. Para notar el dulce y envolvente aroma de las trompetas de ángel mientras el sol se ponía tras las colinas. Para contemplar parejas de patos negros africanos nadando por la corriente mientras el sol de mediodía dispersaba la neblina. Para pensar de nuevo en cosas más grandes y más pequeñas que yo.
Y mientras los peces empezaban a picar, comencé a hacerme a la idea de que el río me había dado más de lo que había pedido. Había llegado en busca de paz y entretenimiento, un contrapeso al estrés de mi vida. Pero mientras vadeaba los remansos, en una catedral de niebla, hojas y madera, me sentí conectado, como me había sentido en mi infancia, cuando los tiburones de arena y los peces globo hacían que me latiera el corazón con curiosidad y fascinación.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.